viernes, 28 de junio de 2013

CAYÓ EL (PRESUNTO) CAIMÁN

Un caimán es un saurio de considerables dimensiones, dotado de una boca grandísima y una dentadura estremecedora. Actúa con sigilo cuando quiere hacerse con sus presas y es capaz de zamparse de una tacada lo que no está escrito. Por si acaso, resulta aconsejable mantenerse a distancia de sus temibles dentelladas.
  En España solo existen estos reptiles en una versión figurada, como metáfora, lo que no implica, necesariamente, que su peligro sea menor.
   Hablo de individuos a los que caracteriza una extraordinaria voracidad, un ansia por atesorar riquezas que ni tiene parangón alguno ni se sacia jamás. Espoleados por el apetito de la codicia, al que dispensan de todo límite, engullen euros en cantidades de mareo, cuyo cómputo escapa al común de los mortales. Y, por extraño que parezca, nunca alcanzan una fortuna que los satisfaga, al fin. Todos queremos más, dicen al mundo, parafraseando la canción. 
  Uno de ellos acaba de ingresar en prisión, acusado de prácticas económicas nada santas. Cierto que todavía es un presunto caimán, pues su culpabilidad aún no se ha probado, pero ha de haber indicios suficientes de comisión de delito cuando el juez que instruye el caso lo ha enviado a la cárcel y, al menos por el momento, sin posible fianza que lo devuelva a la libertad.
   Parece que no estuvo solo antaño en sus afanes, y hasta es vox populi que cierta organización política y algunas grandes empresas, que no preciso nombrar pues una y otras están en boca de todos, supuestamente se beneficiaron de sus artimañas.
  Me lo imagino en la soledad de su celda, sin el disfrute de las comodidades de hace bien poco, maquinando cómo salir del atolladero. Yo, modestamente, me permitiría aconsejarle que no olvide aquello de que cantando se olvidan las penas. Y no me refiero a La Traviata, precisamente. 

martes, 25 de junio de 2013

GRACIAS, ANATOLIO

A nadie le amarga un dulce, y menos todavía cuando a diario se ve obligado a tragar un sapo tras otro. En medio de la debacle informativa habitual, me he enterado de que Anatolio Alonso, un estudiante madrileño, ha obtenido un 9.95 en la selectividad.
   Se le veía a Anato, que es como le llaman sus amigos, un sí es no es emocionado, saludando con una sonrisa contenida a sus compañeros, que le aplaudían. Llevaba un pendiente en la oreja y un ramo de flores en la mano. No obstante, la mirada se me fue enseguida a su camiseta. La reconocí de inmediato, era verde y tenía letras que componían un lema, cuyos ecos se multiplican por calles, plazas y centros educativos de España: “Escuela pública de tod@s para tod@s”.
   Sus motivos tenía para lucir esa prenda y hacerse a sí mismo soporte de su leyenda. Él ha salido de un instituto corriente y moliente. Qué mejor forma de celebrar su nota que reivindicar el valor de la enseñanza pública, donde se labró su éxito. Y justo en el momento en que sufre los embates de los recortes y la amenaza de una nueva ley que ha obtenido el repudio de toda la comunidad educativa, por retrógrada y clasista.
   Ha hecho bien sus deberes Anatolio Alonso.
   Pero hay otro aspecto destacable en este momento de gloria. El joven no formaba parte de los selectos estudiantes a quienes el gobierno de Madrid quiso reunir en su día en grupo diferenciado de los demás. Para ser excelente, decía su ejemplo, no se necesita cursar el elitista bachillerato de excelencia. Permaneciendo en las aulas del común, sin alejarse de los compañeros, haciendo caso omiso a cantos de sirena que separan lo que en la sociedad está mezclado, se puede llegar a obtener la nota más alta de Madrid y probablemente en toda España. O sea, que estamos ante una buena réplica a los planes segregacionistas de quienes pretenden dividir el mundo en compartimentos estancos y jerarquizados.
POST SCRÍPTUM
En la página anterior del periódico que leo, viene la otra cara de la moneda. La fotografía que se destaca es ahora la de una mujer y a un hombre que están de pie, frente a un público que se adivina. Ella, la reina Sofía, muestra en su gesto poco contento; él, que es el señor Wert, no parece disponer de ningún motivo para sentirse feliz. Ambos se hallan en el Teatro Real, en la gala de honor a Teresa Berganza, y el ministro está recibiendo el abucheo proveniente de las localidades altas del recinto, que a gritos le dicen “fuera”, le exigen “dimisión” y se declaran “a favor de una enseñanza pública para todos”.
   Pues eso. 

viernes, 21 de junio de 2013

EL ABUELO QUE SALTÓ POR LA VENTANA Y SE LARGÓ, de Jonas Jonasson

Allan Karlson se evade, abriendo una ventana y descolgándose por un emparrado, de la residencia de ancianos donde vive, justo el día en que cumple 100 años. Me apresuro a aclarar que no es el único, ni siquiera el más llamativo despropósito de esta novela (aunque sí el primero, pues así comienza). Y no puedo evitar preguntarme por el motivo de su éxito (15 ediciones en 2012, cerca de dos millones de ejemplares vendidos).
   Será por el humor, casi inglés, que muestra en ciertos comentarios el autor, que por otra parte es sueco. O por la ligereza de su estilo. Quizás porque gusta a muchos leer la realidad planteada de otra manera, como ni fue ni es, imposible tal cual se nos ofrece, tanto en lo referido al pretérito como al presente narrativo. Porque la acción se estructura en dos tiempos que se van alternando, el ayer, que alude, en flash back, a la biografía del anciano, y lo que le sucede desde el momento de su huida del asilo.
   Prima en uno y otro plano la desmesura, propia de un disparatado discurrir.
   En su antes, Allan Karlson recorre el mundo, impulsado por sucesos cuyo control escapa a su voluntad, y tiene la oportunidad de participar en acontecimientos cruciales de buena parte del siglo XX y tomar contacto con quienes, desde puestos relevantes, los protagonizaron. Entre sus conocimientos, figuran nada menos que Franco, Truman, Stalin, Mao, De Gaulle...
   Nadie espere, pese a tales apariciones, una ocasión para remozar sus conocimientos de Historia. Se caricaturiza a los personajes, se distorsionan situaciones, en un devenir, más que inverosímil, totalmente disparatado. El propósito parece ser que el lector se desternille de risa. Porque, aunque se perciban toques críticos, la superficialidad de la pintura de toda una época termina por ahogarlos en la banalidad.
    En cuanto a la otra línea argumental, la del después de este centenario tras su fuga, se configura en torno a peripecias no menos abracadabrantes. También aquí la comicidad se sustenta en un sucederse de hechos descabellados, si bien las gentes con que se topa se dirían corrientes, de no ser por características peculiares que los alejan definitivamente del común.
   Realza el interés de esta parte de la trama que se torne policíaca. Las fuerzas de la ley y la prensa les pisan los talones, al anciano y a la original cuadrilla que se le une y con la que va dando motivos más que sobrados –y siempre delirantes- no ya para que lo busquen, sino para que lo persigan. Esta segunda vertiente del argumento ha sido para mí mejor que la primera, que creo perfectamente prescindible. Aunque el autor vulnerase, al ahorrársela a los lectores, uno de esos principios que parecen sagrados en los best seller, su extensión. Y por más que hubiera de cambiar el final de la novela, donde el futuro de Allan Karlson se aparece como beneficiario de su pasado. 

martes, 18 de junio de 2013

EL SEÑOR SNOWDEN, LOS EEUU Y TODOS NOSOTROS

Escribes un mail o lo recibes, o hablas por el móvil creyendo que el destinatario de tus palabras es quien tú has elegido y a lo mejor te equivocas de medio a medio, y a esa persona se suman otras con las que no contabas. Un gran ojo nos mira, un enorme oído nos escucha, intercepta lo que decimos o nos dicen, cuando más despreocupados estamos. Acaba de desvelarlo el Sr. Snowden.
 Ese joven norteamericano trabajaba como subcontratado para la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana, y anteriormente para la CIA. En fecha reciente ha revelado la existencia de programas de vigilancia masiva de llamadas telefónicas y correos electrónicos. Luego ha huido a Hong-Kong para que no lo cojan. De hecho, el FBI ya ha abierto una causa penal contra él. Yo no entiendo por qué tratan de imputar al Sr. Snowden si a quienes deberían acusar  es a los que están permitiendo un desafuero como el denunciado por él.
   Los EEUU nos espían a todos nosotros sin molestarse siquiera en escogernos, ningún ciudadano de ningún país está libre de sus tejemanejes. Lo de las soberanías nacionales les trae sin cuidado.
   No investigan a un sujeto porque sospechen de él, su elección para controlar las comunicaciones de una persona, cualquiera que sea, es totalmente aleatoria, gratuita, no motivada.
   Dicen que así descubren a terroristas, pero lo que están haciendo es convertirnos a todos en sospechosos. Y, por si  fuera poco actuar así con sus connacionales, extienden esa vigilancia delictiva más allá de sus fronteras, al ancho mundo.
    Un Gran Hermano sale de las páginas de Orwell donde habitaba y se autoerige en gendarme mundial para hacer saltar por los aires sacros principios del derecho internacional,  de la privacidad,  de la presunción de inocencia.
   Lo que no han podido evitar es, curiosamente, ser ellos también espiados y, en su caso, además, expuestos a la vergüenza pública. Menos mal. Porque sí que hay algo más que indicios para someterlos a encausamiento.

viernes, 14 de junio de 2013

APUNTE DE UN TIPO QUE LLAMÓ MI ATENCIÓN EN UN PASEO

Para que me cruzara con el protagonista de este artículo, hubieron de confluir varias circunstancias. La más evidente vino dada por esta primavera, que se resiste a aceptarse a sí misma. El mal tiempo me llevó a pasear por una barriada cercana a donde vivo, y no hacia un camino que bordea el mar, hermoso pero sin un tejado bajo el que atecharse si lloviera. Por otra parte, con que hubiera salido de mi casa  poco antes o después, el encuentro no se hubiera producido. E igual podría decirse en el caso de aquel individuo, quién sabe qué situaciones, fortuitas o no, lo condujeron a la misma calle que transitaba  yo.
   Verdaderamente, la vida es una sucesión inacabable de imponderables.
   Cuando lo avisté, iba algo detrás de él. Aunque circulábamos por aceras opuestas, era difícil que no me llamara la atención. Me ganaba en altura y en delgadez, también en resistencia al frío, pues solo vestía un conjunto vaquero, de pantalones y casaca azulados (ahora lamento no haberme fijado en su calzado, me resisto a creer que no fueran botas).
   Solo desmentía su calvicie un pelo ensortijado y muy blanco, que se mantenía con obstinación en los laterales de su cabeza. Caminaba rítmicamente, como si fuera escuchando cualquier chunda chunda juvenil, aunque no llevara enchufado al oído ningún artilugio musical. Parecía un tipo curtido por la vida, acostumbrado a ponerse el mundo por montera. Juraría que pasaba de los 70 años.
   De pronto, lo perdí de vista. Como yo había disminuido la velocidad para observarlo, eso solo podía significar que él se había detenido. Me paré a mi vez y volví la cabeza en su busca. Estaba delante de una casa noble, protegida por una verja, dedicado a hurgar con sus manos entre los barrotes. Debió de manejarse con delicadeza, pues de lo contrario se habría pinchado con las espinas del rosal al que desposeyó de una flor.
    En su actitud quise ver el gesto de un  enamorado tardío, o quizás el capricho de un artista bohemio. También pensé en la posibilidad de que estuviera poniendo un poco de color a un día gris. Aunque lo que me pareció realmente irrebatible fue que me había topado con uno de esos viejos rockeros que solo mueren cuando les falla el corazón. Desde entonces no se me quita de la cabeza. 

martes, 11 de junio de 2013

BUFIDOS DE MAR

No se trata propiamente de un camino, ni siquiera es una senda. Guía nuestros pasos la vegetación hollada por quienes nos han precedido, ligeramente aplastada por sus huellas anónimas. Marchamos en fila india, cuidando de no salirnos de la estrecha franja de hierba pisada, fuera de la cual los cardos silvestres amenazan con dejarnos un recuerdo doloroso. La silueta de Beatriz y la mía dibujan su peregrinaje sobre un fondo de mar y azul. Bordeamos acantilados de una profundidad a la que solo pone límites el Cantábrico. Muy abajo, en el roquedo se adivinan oquedades como heridas, fruto de un combate de siglos entre el agua y la piedra.
   Vuelvo la mirada a tierra y no sé qué me maravilla más, si el estruendo que llega  a mis oídos o la imagen que se revela a los ojos en esta tarde de primavera. Remeda el sonido el resoplar de un animal fabuloso, tal vez el de un gigante desmesurado. Y a su compás se dibujan en el aire figuras enormes, hechas de bruma. No son géiseres, sino ecos de mar, que emergen del suelo y se alzan hacia el cielo, como empeñados en alcanzarlo.
   Menos mal que es pleno día. En la noche, acaso pensara que he venido a dar, en mi vagabundeo por la costa oriental de Asturias, a un lugar mágico, poblado por extrañas criaturas. Con luna llena, se me aparecerían, dispersas por las campas, como fantasmas blanquecinos que probaran a asustarme con sus bramidos y se diluyesen luego, dejando en el aire un sabor a misterio y a sal.
   Son, por sus bufidos, los bufones, disfraces de un océano que, impulsado por la marea, socava el acantilado y recorre cuevas profundas, para emerger luego a la pradería a través de chimeneas subterráneas, ya transfigurado en vapor y ruido.
   Para que nada falte a este paisaje encantado, se abre lo que a primera vista llamaríamos lago. Nada es aquí, sin embargo, lo que parece. Una mirada atenta nos descubre enseguida, en su lado más próximo al mar, un puente natural, bajo el cual se va o se viene la marea, sin que, empero, baje tanto que lo deje en seco, como si guardase para sí, y al tiempo ofreciese al visitante, el incentivo de un secreto.  
   Después de poneros la miel en los labios, no quisiera que os quedaseis sin probarla. Está este paraje muy cerca de Belmonte de Pría, no muy lejos de Llanes. Preguntad por los Bufones, y no os alleguéis mucho a ellos. Las cavidades de las que surgen podrían ser para vosotros sumideros.
   Id cuando haya pleamar y oleaje.

viernes, 7 de junio de 2013

BROTES VERDES

Al abrir el periódico ayer, me encontré un brote verde en una página interior. Por esta vez, pensé mientras celebraba el hallazgo con una sonrisa, la actualidad enmienda la plana a Mariano José de Larra, quien en el siglo XIX dijera aquello de que “Escribir es llorar”. Pese a que, para según qué cosas, parece que el tiempo no pasa, la prensa nos regalaba la noticia de que 12 jóvenes se habían negado a estrechar la mano al ministro de Educación y a dos de sus corifeos.
   El feliz acontecimiento tuvo lugar en el solemne acto de entrega de los premios nacionales de fin de carrera del curso 2009-2010 (ya sé que estamos en 2013, pero esa es otra). Algunos de esos homenajeados vestían camisetas verdes con lemas alusivos a la defensa de la enseñanza pública.
   Es cierto que 12 entre 126 galardonados pueden parecer pocos, pero también es verdad que el auditorio “se caía con los aplausos”, y que muchos de los asistentes lamentaron a posteriori no haberse sumado a la protesta.
   Fue un acto de rebeldía frente a quienes hacen tabla rasa de su esfuerzo, privan a la sociedad de aprovechar los conocimientos que han adquirido y entorpecen el paso a los que, careciendo de medios, querrían seguir su estela en la universidad.
   También constituyó una muestra de valor. No saludar exigía dar un paso al frente, distinguirse individualmente ante los ojos de todos, y vencerse a uno mismo, a la resistencia a negar la mano a quien te la tiende (aun cuando sepas que lo hace por mero protocolo y que esa misma mano habrá firmado medidas en tu perjuicio o en el de otros como tú).
   En un solo gesto se dieron muchas lecciones. Por encima de todo, que ser un excelente estudiante no implica vivir en una torre de marfil, situarse al margen del mundo, desentenderse de cuanto no sean los libros o la mesa de trabajo.
   Ojalá su ejemplo cunda. Porque es de suponer que ni el ministro de Educación ni el gobierno que lo sustenta habrán aprendido nada. Pero otro gallo nos cantará a todos los perjudicados por su política si, en  la vida diaria, hacemos nuestra la insumisión de estos jóvenes licenciados. Ocasiones, desde luego, no nos han de faltar.

martes, 4 de junio de 2013

NO ES ESO

 Con cierta frecuencia últimamente, he de releer una noticia para asegurarme de que dice lo que dice, y no porque mi capacidad de comprensión se vea afectada por el paso de los años. Sucede que la brecha entre lo que uno piensa que tendría que ser la vida y lo que es en realidad se agranda por momentos. Hasta tal punto se agiganta, que la conciencia se niega a darla por buena.
   Por ejemplo, esas declaraciones del gobernador del Banco de España, cuando pide  contrataciones laborales que no respeten, en perjuicio del trabajador, los convenios colectivos; o, incluso, se permite aconsejar, para determinados casos, sueldos que estén por debajo del salario mínimo interprofesional.
   Que conste que yo, si la recomendación la hiciese para sí mismo, o para otros de su estatus, en lugar de un artículo lleno de denuestos, estaría escribiéndole una loa. Pero no ha lugar a esa suposición. Así que me pregunto cuánto cobrará este personaje, que no considera las necesidades que aquejan a la ciudadanía, no entiendo tamaña falta de empatía. Tal se diría que su situación personal, la distancia que lo separa de los demás, le incapacita para proponer alternativas al paro que no consistan en el reparto de miseria.
   Una remuneración inferior a los 645,30 euros mensuales, ¿significa que quien la percibe deje de estar desempleado, más allá de las estadísticas? Ya sabemos que trabaja; pero tan en precario que, para poder vivir con un mínimo de dignidad, ha de seguir perseverando en la busca de colocación.
   Que les pregunte a los jóvenes titulados, a esos que para mayor sarcasmo se conoce como becarios, si no se ven en situación de paro por recibir una remuneración semejante a la que planea el mandatario del Banco de España...
   Descubre este señor un mediterráneo ya, infortunadamente, conocido. Y que está, además, muy contaminado. No esperaba que sus propuestas fueran a contribuir, precisamente, a limpiarlo. Me hubiera contentado con que, al menos, no lo ensuciaran todavía más.