miércoles, 31 de julio de 2019

RIBADELAGO, DONDE OLVIDÉ AL LOBO (1)

Encontramos Ribadelago y el lobo desaparece de nuestras mentes. La aldea se aorilla a la vera de un rio, el Tera, de discurrir tan plácido que por veces se torna espejo de árboles, de nubes y azules. El lago que quedó prendido en el topónimo del pueblo es el de Sanabria. A escasa distancia, sus aguas abren un claro generoso en un relieve escarpado, de laderas sin lisura, entre las que antaño trazaron su camino los glaciares. De puro grandioso, semeja el paisaje haber sido tallado por el fuego de volcanes o la conmoción de terremotos, aunque fue el hielo quien lo esculpió. Dulcifican la mirada arenales que, lejos del mar, amplían el concepto de playa y que, de cuando en cuando, bordean la superficie acuática.
   Pero es en Ribadelago donde estamos. Allí, una mujer campesina acoge a un pequeño entre sus brazos. La inmovilidad de la escultura no le resta un ápice de expresividad. Encabeza un memorial que da sentido a sus ojos tristes. Bajo la figura, en una lápida de mármol, escribieron, uno tras otro, 144 nombres de hombres, de mujeres, de niños. Los apellidos revelan parentescos, identifican a familias enteras. A ras de suelo, una jardinera les ofrece el humilde homenaje de sus flores y testimonia la intensidad con que pervive el recuerdo de una tragedia.
   Fallecieron todos en la madrugada del 9 de enero de 1959, arrebatados de sus hogares por un caudal de agua que no era el del Tera, aunque su cauce lo trajera. 8 kilómetros río arriba había reventado el muro de contención de una presa de mal asentamiento y peores materiales. La corriente desatada arrampló con puertas y ventanas, cuando no se llevó por delante los edificios. Arrastró consigo a gentes, enseres, animales, e hizo del lago, donde fueron a desembocar su ruido y su furia, depósito y sepultura.
   Entramos en la aldea y nos parece, ella misma, aunque humilde, todo un mausoleo. Al castigo sufrido antaño, va sumándose la labor del tiempo. Estrechan las callejas construcciones medio derruidas, cerradas con maderas viejas; y se abomban las techumbres de pizarra. Por todas partes asoma el abandono que sucedió al drama. De cuando en cuando, oímos cantar gallos, que no saludan a ningún amanecer. Es la única voz que llega hasta nosotros.

jueves, 18 de julio de 2019


LA LAGUNA DE LOS PECES, QUE NO LOBOS

El ramal de la carretera se empeña en abandonar la tierra para alcanzar el cielo. Por seguir los dictados de su trazado, se hace cabra el coche y tira al monte. Trepa sin concederse un respiro, que faltan metros donde llanear. Nosotros olvidamos el vértigo. No hay arcén que nos separe del precipicio que despeña la mirada. Es éste un paisaje glaciar, esculpido por el hielo, que descendió de las cumbres buscando ser agua y dejó su huella, ya fuera líquida o ciclópea en sus formas.
   Ojos que se asombran vuelan sobre una geografía escarpada, de profundas barranqueras y elevados picachos;  reposan en la tranquila superficie del lago de Sanabria, que, cada vez más abajo, juega a aparecer y desaparecer; se dilatan las pupilas abarcando distancias que, según ascendemos, van teniendo menos límites.
   Se esfuman los árboles. Hasta el poderoso roble huye de esta altitud que transitamos. La vegetación se achaparra, como si quisiera, pegándose a tierra, pasarle desapercibida al viento helado del invierno. Pero ahora es primavera avanzada y el matorral escapa del anonimato y se hace notar. Pintan de rosa y blanco estos parajes los brezales y el piorno aporta un dominio amarillo. El entorno es un caleidoscopio de colores y la brisa huele cuando detenemos la marcha en los miradores.
   De cuando en cuando, también los observadores somos observados. Allá donde la maleza cede espacio a la pradería de montaña, nos ven pasar algunas vacas, que alzan la testuz de la hierba y nos contemplan, sin dejar de masticar. Les llamamos la atención, pero poco. Intuyo un interés muy pasajero. Aunque he de reconocer que siempre me  produce  curiosidad qué pensarán de unos desconocidos que irrumpen en su territorio a lomos de vehículos. Por lo pronto, cuando nos las encontramos en el asfalto, muestran una actitud que raya en la indiferencia, si no es desdén lo que traslucen esos ojos bovinos. Seguramente no comprenderán nuestra prisa por esquivarlas para continuar camino, porque ellas no tienen ninguna.
   Mugen terneros. Su presencia me lleva a pensar que tampoco hoy veremos al lobo. De ser habitual en estos pagos, no liberarían estacionalmente los ganaderos a sus reses, o les asignarían al menos mastines como guardas, y no tropezamos con ninguno. Otra cosa es que acuda el predador esporádicamente, sobre todo si el hambre o la persecución los acucian.
   A mil setecientos veinticinco metros de altitud (lo escribo con letra, que es como alargar la cantidad, porque nos ha costado llegar), echamos pie a tierra y enseguida avistamos nuestro destino. Es una laguna que, pese a que en el cielo primen las nubes sobre los claros, quiere teñirse de azul, aunque sea oscuro. Filamentos verdes flotan en la superficie calma. No provienen del entorno, traídos por el viento. Son las hojas de una planta subacuática, cuyos tallos acuden a la llamada de la luz y el aire.
   Todo alrededor florece hasta lontananza, donde la sierra, que ya no parece tan alta, se ondula con suavidad, como si, al no hallar su espacio en la lisura del agua, las olas hubieran decidido cambiar de lugar y petrificarse.
   Me gustaría que alguien viniese a contarme una leyenda sobre algún suceso acontecido aquí. Mejor todavía, si tuviese como protagonista a ese lobo que en la realidad se me muestra tan esquivo. Pero me temo que deberé contentarme con el panorama que enseguida atesorará mi memoria. Y, ciertamente, no es poco.

lunes, 8 de julio de 2019

DONDE NO SÓLO LLEGÓ EL LOBO

Es paisaje bravío, éste, aledaño a la zamorana Sierra de la Culebra, territorio de lobos.
   A lo largo de kilómetros, sólo una carretera sin anchura nos indica que vamos a alguna parte. Sobre el firme irregular, pone todo su empeño en avanzar el coche. Zarandeados de continuo por el traqueteo, un mareo de curvas nos va internando cada vez más en lo remoto. Robles, castaños, pinares, el sotobosque espeso que es su lecho, verdean laderas de montes y  acechan al asfalto, que a duras penas los sortea.
   Ningún automóvil se cruza con el nuestro. La impresión de aislamiento, casi de pérdida, crece. No hay huella humana que nos salga al paso, salvo dos pancartas, dispuestas cuidadosamente a un costado de la vía, en medio de la nada. Letras grandes y bien trazadas reclaman una mejora en el pavimento y que funcione internet. Como voy de copiloto, manipulo el móvil y compruebo que, en efecto, nos falta cobertura. Es curioso cómo puede uno sentir claustrofobia en esta inmensidad.
   Tiempo después aparece, tras un recodo, Santa Cruz de los Cuérragos. A su vista, experimento una doble sensación. Para empezar, de alivio, con la verificación de que no hemos seguido un camino ciego, como sucedía en los laberintos de las atracciones de feria de mi infancia. Pero no bien me he quitado ese peso de encima, una emoción me sacude  superponiéndose a mi renacida tranquilidad. Si resulta difícil de concebir un espacio habitado en estas lejanías, quién nos iba a decir que sería como es. Más que con una aguja, hemos dado con una joya en un pajar. El pajar es, en este caso, la ladera de la Peña del Castillo, donde se esconde, desde el siglo XIV, la pedanía que mira a un castañar.
   Antes de franquear su entrada, aparcamos el coche en un sitio muy amplio y llano, que debió se ser era en otros tiempos. Enseguida nos adentramos a pie por una callecita, enlosada con primor. Alzamos las maletas del suelo, por no profanar el sosiego del lugar, aunque nos pesen. Escondidas avecillas parecen premiar nuestro esfuerzo dejando a nuestro paso sus cantos.
   Apenas andamos, que conceptos como largura o extensión no son aquí aplicables.  Si tardamos más de lo previsible en alcanzar nuestro hospedaje, es porque nos ocupamos  en admirar cuanto vemos. No hay fachada que no se haga de piedra, ni se abren balconadas que no sean de madera. Tejados de pizarra se prolongan en aleros generosos. Aprenderemos más tarde que se llama candongas a las pirámides truncadas, con fábrica de adobe y losas, que sobresalen como chimeneas. Algún saliente embovedado en las paredes revela el horno donde se coció el pan. Inútil sería buscar la talla de un escudo nobiliario sobre el portón que dio acceso a la cuadra, que desentonaría en un entorno de arquitectura popular.
   En la casa rural que nos acogerá, nos espera Fernando, nuestro anfitrión. Cuenta que un día ya lejano decidió fundir su biografía, hecha a la gran ciudad, con la de esta aldehuela, cuya restauración alentó con el ejemplo y de la que tanto sabe. Merece grandísimamente la pena escucharlo.
   Cuando me voy a la cama, después del disfrute de una buena cena, empiezo a soñar. Tal vez en medio de la noche oiré el canto del lobo.