DONDE
NO SÓLO LLEGÓ EL LOBO
Es
paisaje bravío, éste, aledaño a la zamorana Sierra de la Culebra, territorio de
lobos.
A lo largo de kilómetros, sólo una carretera
sin anchura nos indica que vamos a alguna parte. Sobre el firme irregular, pone
todo su empeño en avanzar el coche. Zarandeados de continuo por el traqueteo,
un mareo de curvas nos va internando cada vez más en lo remoto. Robles,
castaños, pinares, el sotobosque espeso que es su lecho, verdean laderas de
montes y acechan al asfalto, que a duras
penas los sortea.
Ningún automóvil se cruza con el nuestro. La
impresión de aislamiento, casi de pérdida, crece. No hay huella humana que nos
salga al paso, salvo dos pancartas, dispuestas cuidadosamente a un costado de
la vía, en medio de la nada. Letras grandes y bien trazadas reclaman una mejora
en el pavimento y que funcione internet. Como voy de copiloto, manipulo el
móvil y compruebo que, en efecto, nos falta cobertura. Es curioso cómo puede
uno sentir claustrofobia en esta inmensidad.
Tiempo después aparece, tras un recodo,
Santa Cruz de los Cuérragos. A su vista, experimento una doble sensación. Para
empezar, de alivio, con la verificación de que no hemos seguido un camino
ciego, como sucedía en los laberintos de las atracciones de feria de mi
infancia. Pero no bien me he quitado ese peso de encima, una emoción me
sacude superponiéndose a mi renacida
tranquilidad. Si resulta difícil de concebir un espacio habitado en estas
lejanías, quién nos iba a decir que sería como es. Más que con una aguja, hemos
dado con una joya en un pajar. El pajar es, en este caso, la ladera de la Peña
del Castillo, donde se esconde, desde el siglo XIV, la pedanía que mira a un
castañar.
Antes de franquear su entrada, aparcamos el
coche en un sitio muy amplio y llano, que debió se ser era en otros tiempos.
Enseguida nos adentramos a pie por una callecita, enlosada con primor. Alzamos
las maletas del suelo, por no profanar el sosiego del lugar, aunque nos pesen. Escondidas
avecillas parecen premiar nuestro esfuerzo dejando a nuestro paso sus cantos.
Apenas andamos, que conceptos como largura o
extensión no son aquí aplicables. Si
tardamos más de lo previsible en alcanzar nuestro hospedaje, es porque nos
ocupamos en admirar cuanto vemos. No hay
fachada que no se haga de piedra, ni se abren balconadas que no sean de madera.
Tejados de pizarra se prolongan en aleros generosos. Aprenderemos más tarde que
se llama candongas a las pirámides
truncadas, con fábrica de adobe y losas, que sobresalen como chimeneas. Algún
saliente embovedado en las paredes revela el horno donde se coció el pan.
Inútil sería buscar la talla de un escudo nobiliario sobre el portón que dio
acceso a la cuadra, que desentonaría en un entorno de arquitectura popular.
En la casa rural que nos acogerá, nos espera
Fernando, nuestro anfitrión. Cuenta que un día ya lejano decidió fundir su
biografía, hecha a la gran ciudad, con la de esta aldehuela, cuya restauración
alentó con el ejemplo y de la que tanto sabe. Merece grandísimamente la pena
escucharlo.
Cuando me voy a la cama, después del
disfrute de una buena cena, empiezo a soñar. Tal vez en medio de la noche oiré
el canto del lobo.
La verdad es que, aparte de la belleza de los parajes que nos narras y la belleza con que los narras, me mata la curiosidad de saber si, finalmente, viste al lobo. pero no me lo digas. Prefiero seguir leyendo e indagando.
ResponderEliminarUn beso.
Hay tantas maneras de ver al lobo, Rosa... ¿o no está en sus huellas, en sus presas, en el espacio que habita...?
EliminarUn abrazo fuerte