lunes, 8 de julio de 2019

DONDE NO SÓLO LLEGÓ EL LOBO

Es paisaje bravío, éste, aledaño a la zamorana Sierra de la Culebra, territorio de lobos.
   A lo largo de kilómetros, sólo una carretera sin anchura nos indica que vamos a alguna parte. Sobre el firme irregular, pone todo su empeño en avanzar el coche. Zarandeados de continuo por el traqueteo, un mareo de curvas nos va internando cada vez más en lo remoto. Robles, castaños, pinares, el sotobosque espeso que es su lecho, verdean laderas de montes y  acechan al asfalto, que a duras penas los sortea.
   Ningún automóvil se cruza con el nuestro. La impresión de aislamiento, casi de pérdida, crece. No hay huella humana que nos salga al paso, salvo dos pancartas, dispuestas cuidadosamente a un costado de la vía, en medio de la nada. Letras grandes y bien trazadas reclaman una mejora en el pavimento y que funcione internet. Como voy de copiloto, manipulo el móvil y compruebo que, en efecto, nos falta cobertura. Es curioso cómo puede uno sentir claustrofobia en esta inmensidad.
   Tiempo después aparece, tras un recodo, Santa Cruz de los Cuérragos. A su vista, experimento una doble sensación. Para empezar, de alivio, con la verificación de que no hemos seguido un camino ciego, como sucedía en los laberintos de las atracciones de feria de mi infancia. Pero no bien me he quitado ese peso de encima, una emoción me sacude  superponiéndose a mi renacida tranquilidad. Si resulta difícil de concebir un espacio habitado en estas lejanías, quién nos iba a decir que sería como es. Más que con una aguja, hemos dado con una joya en un pajar. El pajar es, en este caso, la ladera de la Peña del Castillo, donde se esconde, desde el siglo XIV, la pedanía que mira a un castañar.
   Antes de franquear su entrada, aparcamos el coche en un sitio muy amplio y llano, que debió se ser era en otros tiempos. Enseguida nos adentramos a pie por una callecita, enlosada con primor. Alzamos las maletas del suelo, por no profanar el sosiego del lugar, aunque nos pesen. Escondidas avecillas parecen premiar nuestro esfuerzo dejando a nuestro paso sus cantos.
   Apenas andamos, que conceptos como largura o extensión no son aquí aplicables.  Si tardamos más de lo previsible en alcanzar nuestro hospedaje, es porque nos ocupamos  en admirar cuanto vemos. No hay fachada que no se haga de piedra, ni se abren balconadas que no sean de madera. Tejados de pizarra se prolongan en aleros generosos. Aprenderemos más tarde que se llama candongas a las pirámides truncadas, con fábrica de adobe y losas, que sobresalen como chimeneas. Algún saliente embovedado en las paredes revela el horno donde se coció el pan. Inútil sería buscar la talla de un escudo nobiliario sobre el portón que dio acceso a la cuadra, que desentonaría en un entorno de arquitectura popular.
   En la casa rural que nos acogerá, nos espera Fernando, nuestro anfitrión. Cuenta que un día ya lejano decidió fundir su biografía, hecha a la gran ciudad, con la de esta aldehuela, cuya restauración alentó con el ejemplo y de la que tanto sabe. Merece grandísimamente la pena escucharlo.
   Cuando me voy a la cama, después del disfrute de una buena cena, empiezo a soñar. Tal vez en medio de la noche oiré el canto del lobo. 

2 comentarios:

  1. La verdad es que, aparte de la belleza de los parajes que nos narras y la belleza con que los narras, me mata la curiosidad de saber si, finalmente, viste al lobo. pero no me lo digas. Prefiero seguir leyendo e indagando.
    Un beso.

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    1. Hay tantas maneras de ver al lobo, Rosa... ¿o no está en sus huellas, en sus presas, en el espacio que habita...?
      Un abrazo fuerte

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