LA
LAGUNA DE LOS PECES, QUE NO LOBOS
El
ramal de la carretera se empeña en abandonar la tierra para alcanzar el cielo.
Por seguir los dictados de su trazado, se hace cabra el coche y tira al monte.
Trepa sin concederse un respiro, que faltan metros donde llanear. Nosotros
olvidamos el vértigo. No hay arcén que nos separe del precipicio que despeña la
mirada. Es éste un paisaje glaciar, esculpido por el hielo, que descendió de
las cumbres buscando ser agua y dejó su huella, ya fuera líquida o ciclópea en
sus formas.
Ojos que se asombran vuelan sobre una geografía escarpada, de profundas barranqueras y
elevados picachos; reposan en la
tranquila superficie del lago de Sanabria, que, cada vez más abajo, juega a
aparecer y desaparecer; se dilatan las pupilas abarcando distancias que, según
ascendemos, van teniendo menos límites.
Se esfuman los árboles. Hasta el poderoso
roble huye de esta altitud que transitamos. La vegetación se achaparra, como si
quisiera, pegándose a tierra, pasarle desapercibida al viento helado del
invierno. Pero ahora es primavera avanzada y el matorral escapa del anonimato y
se hace notar. Pintan de rosa y blanco estos parajes los brezales y el piorno
aporta un dominio amarillo. El entorno es un caleidoscopio de colores y la
brisa huele cuando detenemos la marcha en los miradores.
De cuando en cuando, también los
observadores somos observados. Allá donde la maleza cede espacio a la pradería
de montaña, nos ven pasar algunas vacas, que alzan la testuz de la hierba y nos
contemplan, sin dejar de masticar. Les llamamos la atención, pero poco. Intuyo
un interés muy pasajero. Aunque he de reconocer que siempre me produce
curiosidad qué pensarán de unos desconocidos que irrumpen en su
territorio a lomos de vehículos. Por lo pronto, cuando nos las encontramos en
el asfalto, muestran una actitud que raya en la indiferencia, si no es desdén
lo que traslucen esos ojos bovinos. Seguramente no comprenderán nuestra prisa
por esquivarlas para continuar camino, porque ellas no tienen ninguna.
Mugen terneros. Su presencia me lleva a
pensar que tampoco hoy veremos al lobo. De ser habitual en estos pagos, no
liberarían estacionalmente los ganaderos a sus reses, o les asignarían al menos
mastines como guardas, y no tropezamos con ninguno. Otra cosa es que acuda el
predador esporádicamente, sobre todo si el hambre o la persecución los acucian.
A mil setecientos veinticinco metros de
altitud (lo escribo con letra, que es como alargar la cantidad, porque nos ha
costado llegar), echamos pie a tierra y enseguida avistamos nuestro destino. Es
una laguna que, pese a que en el cielo primen las nubes sobre los claros,
quiere teñirse de azul, aunque sea oscuro. Filamentos verdes flotan en la
superficie calma. No provienen del entorno, traídos por el viento. Son las
hojas de una planta subacuática, cuyos tallos acuden a la llamada de la luz y el aire.
Todo alrededor florece hasta lontananza,
donde la sierra, que ya no parece tan alta, se ondula con suavidad, como si, al
no hallar su espacio en la lisura del agua, las olas hubieran decidido cambiar
de lugar y petrificarse.
Me gustaría que alguien viniese a contarme
una leyenda sobre algún suceso acontecido aquí. Mejor todavía, si tuviese como
protagonista a ese lobo que en la realidad se me muestra tan esquivo. Pero me
temo que deberé contentarme con el panorama que enseguida atesorará mi memoria.
Y, ciertamente, no es poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario