jueves, 18 de julio de 2019


LA LAGUNA DE LOS PECES, QUE NO LOBOS

El ramal de la carretera se empeña en abandonar la tierra para alcanzar el cielo. Por seguir los dictados de su trazado, se hace cabra el coche y tira al monte. Trepa sin concederse un respiro, que faltan metros donde llanear. Nosotros olvidamos el vértigo. No hay arcén que nos separe del precipicio que despeña la mirada. Es éste un paisaje glaciar, esculpido por el hielo, que descendió de las cumbres buscando ser agua y dejó su huella, ya fuera líquida o ciclópea en sus formas.
   Ojos que se asombran vuelan sobre una geografía escarpada, de profundas barranqueras y elevados picachos;  reposan en la tranquila superficie del lago de Sanabria, que, cada vez más abajo, juega a aparecer y desaparecer; se dilatan las pupilas abarcando distancias que, según ascendemos, van teniendo menos límites.
   Se esfuman los árboles. Hasta el poderoso roble huye de esta altitud que transitamos. La vegetación se achaparra, como si quisiera, pegándose a tierra, pasarle desapercibida al viento helado del invierno. Pero ahora es primavera avanzada y el matorral escapa del anonimato y se hace notar. Pintan de rosa y blanco estos parajes los brezales y el piorno aporta un dominio amarillo. El entorno es un caleidoscopio de colores y la brisa huele cuando detenemos la marcha en los miradores.
   De cuando en cuando, también los observadores somos observados. Allá donde la maleza cede espacio a la pradería de montaña, nos ven pasar algunas vacas, que alzan la testuz de la hierba y nos contemplan, sin dejar de masticar. Les llamamos la atención, pero poco. Intuyo un interés muy pasajero. Aunque he de reconocer que siempre me  produce  curiosidad qué pensarán de unos desconocidos que irrumpen en su territorio a lomos de vehículos. Por lo pronto, cuando nos las encontramos en el asfalto, muestran una actitud que raya en la indiferencia, si no es desdén lo que traslucen esos ojos bovinos. Seguramente no comprenderán nuestra prisa por esquivarlas para continuar camino, porque ellas no tienen ninguna.
   Mugen terneros. Su presencia me lleva a pensar que tampoco hoy veremos al lobo. De ser habitual en estos pagos, no liberarían estacionalmente los ganaderos a sus reses, o les asignarían al menos mastines como guardas, y no tropezamos con ninguno. Otra cosa es que acuda el predador esporádicamente, sobre todo si el hambre o la persecución los acucian.
   A mil setecientos veinticinco metros de altitud (lo escribo con letra, que es como alargar la cantidad, porque nos ha costado llegar), echamos pie a tierra y enseguida avistamos nuestro destino. Es una laguna que, pese a que en el cielo primen las nubes sobre los claros, quiere teñirse de azul, aunque sea oscuro. Filamentos verdes flotan en la superficie calma. No provienen del entorno, traídos por el viento. Son las hojas de una planta subacuática, cuyos tallos acuden a la llamada de la luz y el aire.
   Todo alrededor florece hasta lontananza, donde la sierra, que ya no parece tan alta, se ondula con suavidad, como si, al no hallar su espacio en la lisura del agua, las olas hubieran decidido cambiar de lugar y petrificarse.
   Me gustaría que alguien viniese a contarme una leyenda sobre algún suceso acontecido aquí. Mejor todavía, si tuviese como protagonista a ese lobo que en la realidad se me muestra tan esquivo. Pero me temo que deberé contentarme con el panorama que enseguida atesorará mi memoria. Y, ciertamente, no es poco.

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