CROACIA, DE VUELTA (2). El soplo
de la brisa atempera el calor, y el hayedo, inacabable y umbrío, nos ofrece un
cobijo de sombras. A su amparo, caminamos kilómetros de rústicas pasarelas
fabricadas con traviesas de ferrocarril, que nos elevan sobre la superficie
acuática y nos conducen a lugares imposibles.
Este es el dominio del bosque y el agua. Barreras verdes separan y
delimitan lagos, ambiciosos en perímetro y hondura, a cuya vista se hace
tangible la belleza. Desciende la senda de madera en pos de uno y del otro que
vendrá después, sin que por ello quede el agua en olvido. Ya fluya o se
inmovilice bajo nuestros pies, ya
dibujen los juncales un entorno
de estanques y canales, siempre está presente. A veces, como si viniera del
cielo, cae en cascada, en torrentera o en catarata y, al romperse, se vuelve
blanca de espuma.
Durante horas, cientos de truchas nos contemplan embobadas, quizás tan
sorprendidas como nosotros, o solo es que buscan, sin que les importemos nada,
la caricia del sol, y a ello se deba su quietud. De tanto en cuanto, vuelan
patos salvajes y algún cisne presume de hermosura en medio de la lámina azul
que señorea.
Es el parque nacional Lagos de Plitvice, al que uno ya no
podrá dejar de volver, si lo conoce.
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