jueves, 17 de abril de 2014

SEMANA SANTA

Ahora que llega la Semana Santa, me acuerdo de otras que viví de niño. La vida hibernaba durante aquellos días, que, paradójicamente, eran de primavera.
   Quienes nacisteis con Franco ya muerto no sabéis. Pero en mi memoria esas festividades aparecen estrechamente unidas a aquel siniestro “Caudillo de España por la gracia de Dios”, como rezaba la leyenda impresa en las monedas de peseta. El mismo que, rodeado del escuadrón de cardenales de que hablaba el poema de un exiliado León Felipe, entraba bajo palio en las catedrales.
   Nuestro país, de ordinario gris, se teñía de negrura al advenir estas fechas. Se cerraban salas de cine y de teatro, ni oír hablar de bailes o cualesquiera otras muestras de divertimento. En la radio programaban música que era sacra y la televisión  emitía películas de temática religiosa y milagrera. Y, aunque esto no pueda asegurarlo, no me extrañaría que en los edificios oficiales ondeara la bandera a media asta.
   Los pasos y tambores de las procesiones llamaban al ejercicio de la piedad de las gentes. Trasegaban las multitudes constantemente de una iglesia a otra, y no las visitaban  para admirar su arquitectura. En el interior se detenía el ciudadano el tiempo indispensable para musitar una plegaria, y la abandonaba de seguido, para ir al encuentro de otra. O asistía a los oficios, ceremonias que lo mantenían enclaustrado por más tiempo entre olores a velas e incienso.
  Y no solo en la esfera de lo público, también en el ámbito más íntimo había de mostrarse un dolorido sentir, un recogimiento a tono con el ambiente. El simple acto de tararear una canción se autorreprimía como inconveniente expresión de alborozo, como si delatase una repudiable falta de devoción, una mayúscula irreverencia. Y no sonaría a estrambótico que los matrimonios dejasen para mejor ocasión sus prácticas amatorias.
   Las ollas, ya magras por la escasez, se volvían raquíticas y huía de ellas la carne, obedientes las amas de casa a las prédicas de los púlpitos, desde donde clérigos oscuros imponían ayunos y abstinencias. Y de tales sacrificios no se veían libres ni restaurantes ni posadas. España entera era en Semana Santa un gigantesco viacrucis.
  Pienso en los años que han pasado, y es como si me oliera a naftalina al recordarlo. Por fortuna, se puede vivir más de una vida…

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