MAMÁ
ÁFRICA (26): LEONES EN FESTÍN
Los
miro, estoy mirándolos, me digo, asombrado de encontrarme allí, como en un
documental de la 2, pero no fuera, sentado en el sofá de mi salón, frente al
televisor, sino dentro, formando parte de sus imágenes. Sólo me falta la
sintonía habitual, o los comentarios del naturalista de turno, porque lo demás
se desarrolla ante mis ojos, yo lo vivo.
Cuesta pensar que nadie lo ha grabado para
que lo vea, que no es virtual, que es la realidad misma la que se va haciendo
minuto a minuto. Nada está predeterminado, oscuramente presiento que cualquier
cosa podría suceder. Sin salir de mi éxtasis, tomo notas apresuradas en la
memoria, sé que no olvidaré nunca esta experiencia de Savute.
Los protagonistas son, de nuevo (ver
MAMÁ ÁFRICA 19 y 24), una manada de leones, pero ahora no
duermen o se desperezan. Están muy despiertos, a estas primeras horas de la
mañana. El escenario en que se mueven no dista más de doscientos metros de nosotros,
encaramados en un jeep cuyos laterales no cierran puertas o ventanillas, que sólo
son aire. Todo sucede en campo abierto, sin apenas arbustos que quiebren la
horizontalidad. A ratos, nos llegan rugidos leves, como señales de aviso.
Huronean en torno a un búfalo. El búfalo
está tendido sobre un costado, cuan largo es. El sol arranca brillos afilados a
la curvatura de sus cuernos. Debe de llevar poco tiempo muerto, porque aún no
han hecho su aparición las hienas de la vecindad. Entre sueños, creí oír anoche
sus gritos histéricos y poco después de que amaneciera vimos a una, que no
detuvo su paso acelerado para enfrentarse a nuestro interés. Tampoco los
buitres planean el aire, a la espera de que les caiga alguna migaja.
Sin duda, el acoso y derribo de esta presa
acaba de producirse. Incluso los propios leones se concentran aún en la fase de
prepararse para comer. El animal parece todavía incólume, entero y terso. A
primera vista, se diría que no le han hincado el diente. Pero tienen los
felinos los morros tintos en sangre. A menudo, se los lamen unos a otros, como
buscando oficiarse mutuamente de limpiadores, aunque tal vez sea la gula la que guía esa conducta.
A poco que nos fijamos, descubrimos dónde
se han manchado el hocico. Siempre hay alguno hurgando en las axilas o las
ingles de su víctima, seguro que no se va de vacío cuando se retira y cede a
otro su puesto. En ese constante ir y venir, se detienen un momento a dar
lengüetazos a la panza del bóvido, como si se hubiesen vuelto tiquismiquis y
quisieran limpiarlo de impurezas antes de devorarlo. Claro que nadie pensaría
tal cosa si considerase que, de no ablandarla, la piel resultará impenetrable,
incluso para dentaduras de tan probada eficacia.
Es la de estos leones una tarea de relevos,
donde el ajetreo no excluye el descanso. Como no urgidos por el hambre, paran
de cuando en cuando su actividad y dan a otros la vez, y se sientan en las
inmediaciones, en una muestra de paciencia que no esperaríamos en sujetos de su
calaña.
Sólo nos echa de allí el paso del tiempo,
que amenaza con privarnos en su constante devenir de otros espectáculos. A
saber qué maravillas encierra para nosotros el futuro que ya nos está esperando.
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