martes, 1 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (25): EN SAVUTE, DONDE ACECHA LA SORPRESA

Corriendo en jeep la llanura, nada más abandonar el espacio donde ocho leones se disponían a retornar a la vida consciente, damos con lo que podría ser su cena. Un numeroso rebaño de impalas, precedido de un ñu que le sirve de guía, galopa en fila india hacia las fauces de los predadores, como presto a probar sus habilidades venatorias. Me pregunto de dónde habrá salido el bóvido, que tan fatalmente los conduce, y por qué andan con tanta premura y como asustados, casi en estampida.
   Probablemente algo tenga que decir al respecto el licaón que enseguida encontramos más allá. Trota en soledad, con su aspecto despelurciado, en dirección opuesta a la manada de herbívoros presurosos. Quizás fue su presencia lo que les produjo espanto, tal vez supusieron al topárselo que, dados los hábitos pandilleros de su especie, serían legión los que vendrían con él, y pusieron pies en polvorosa para evitar sus letales mordiscos. Acaso, sin saberlo, en ausencia de su cuadrilla, este perro salvaje de la sabana ha ejercido de bateador, en beneficio de una familia de leones.
   ¿Y adónde va, tan apurado? En esta aventura, no hay interrogante que no suscite otro, y a menudo se queda sin respuesta.
   El atardecer nos exhorta a dirigirnos al punto donde acamparemos hoy, que no es buena la noche para convivir a cielo abierto con las malas compañías que pululan por estos lares. De camino nos ven pasar bandadas de gallinetas de Guinea, también esas perdices que llaman francolines, más corretonas y menos gregarias. Levantan la cabeza que picotea en el suelo, miman algunas el amago de una huida, pero no llega su inquietud a mayores, al verificar que, sin hacer un alto, nos alejamos.
   Rodamos en paralelo al cauce de un río sin caudal. Nos detenemos cuando, ante nosotros, surgen de entre la espesura de la orilla, espaciadamente, uno tras otro, tres elefantes, que cruzan, cautelosos, el lecho seco. Incluso adoptan la precaución de permanecer ocultos en la vegetación, sin salir, hasta que quien los precede alcanza la otra ribera.  No presumen de tamaño, aunque cualquiera de ellos deja pequeño a nuestro todoterreno. Agachan las orejas, hacen por que no les destaque la trompa, van como encogidos, en un vano intento de pasar desapercibidos al ponerse al descubierto. ¿Será impresión mía o es como si sintieran  en el entorno el latir de una amenaza? Me acuerdo en este trance de los leones descomunales, que gustan de darles caza y que llevan ya una hora de espabile, y nada me cuesta ponerme en su pellejo de gigantes miedosos.
   Reanudamos la marcha sólo cuando un rato de espera nos convence de que ningún rezagado queda por cambiar de margen. Entonces me fijo en el inusitado espectáculo que nos ofrecen los árboles que orillan el cauce de este río sin agua. Orlan los extremos de sus ramas marabúes, que contamos por decenas. El ocaso dibuja sus perfiles bellos de cigüeña y esconce entre sombras lo feo que hay en ellos...

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