MAMÁ
ÁFRICA (25): EN SAVUTE, DONDE ACECHA LA SORPRESA
Corriendo
en jeep la llanura, nada más abandonar el espacio donde ocho leones se
disponían a retornar a la vida consciente, damos con lo que podría ser su cena.
Un numeroso rebaño de impalas, precedido de un ñu que le sirve de guía, galopa
en fila india hacia las fauces de los predadores, como presto a probar sus
habilidades venatorias. Me pregunto de dónde habrá salido el bóvido, que tan
fatalmente los conduce, y por qué andan con tanta premura y como asustados,
casi en estampida.
Probablemente algo tenga que decir al
respecto el licaón que enseguida encontramos más allá. Trota en soledad, con su
aspecto despelurciado, en dirección opuesta a la manada de herbívoros
presurosos. Quizás fue su presencia lo que les produjo espanto, tal vez
supusieron al topárselo que, dados los hábitos pandilleros de su especie, serían
legión los que vendrían con él, y pusieron pies en polvorosa para evitar sus
letales mordiscos. Acaso, sin saberlo, en ausencia de su cuadrilla, este perro
salvaje de la sabana ha ejercido de bateador, en beneficio de una familia de
leones.
¿Y adónde va, tan apurado? En esta aventura,
no hay interrogante que no suscite otro, y a menudo se queda sin respuesta.
El atardecer nos exhorta a dirigirnos al
punto donde acamparemos hoy, que no es buena la noche para convivir a cielo
abierto con las malas compañías que pululan por estos lares. De camino nos ven
pasar bandadas de gallinetas de Guinea, también esas perdices que llaman
francolines, más corretonas y menos gregarias. Levantan la cabeza que picotea
en el suelo, miman algunas el amago de una huida, pero no llega su inquietud a
mayores, al verificar que, sin hacer un alto, nos alejamos.
Rodamos en paralelo al cauce de un río sin
caudal. Nos detenemos cuando, ante nosotros, surgen de entre la espesura de la
orilla, espaciadamente, uno tras otro, tres elefantes, que cruzan, cautelosos,
el lecho seco. Incluso adoptan la precaución de permanecer ocultos en la vegetación,
sin salir, hasta que quien los precede alcanza la otra ribera. No presumen de tamaño, aunque cualquiera de ellos
deja pequeño a nuestro todoterreno. Agachan las orejas, hacen por que no les
destaque la trompa, van como encogidos, en un vano intento de pasar
desapercibidos al ponerse al descubierto. ¿Será impresión mía o es como si
sintieran en el entorno el latir de una
amenaza? Me acuerdo en este trance de los leones descomunales, que gustan de
darles caza y que llevan ya una hora de espabile, y nada me cuesta ponerme en
su pellejo de gigantes miedosos.
Reanudamos la marcha sólo cuando un rato de
espera nos convence de que ningún rezagado queda por cambiar de margen.
Entonces me fijo en el inusitado espectáculo que nos ofrecen los árboles que orillan
el cauce de este río sin agua. Orlan los extremos de sus ramas marabúes, que
contamos por decenas. El ocaso dibuja sus perfiles bellos de cigüeña y esconce
entre sombras lo feo que hay en ellos...
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