miércoles, 9 de diciembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (27): EL VUELO DEL LEOPARDO

Aún no habíamos salido de la región de Savute, que nos recordaba a otros paisajes de Botsuana, aunque fuera más agreste. El suelo seguía siendo de arena y continuaba rompiendo el  concepto de desierto, que no casaba con un oasis arbolado que lo poblaba casi por entero. Pero a veces la tierra olvidaba la planicie que hasta entonces nos había acompañado y se ondulaba constituyendo cerros o montañas bajas.
   Nos habíamos parado en medio del cauce seco de un río, que habíamos de atravesar. Agazapados en el jeep, mirábamos con asombrado silencio una poza próxima, donde el agua se resistía a desaparecer. Era como si llamase a comparecer a la vida, que respondía con generosidad. En las márgenes del lagunazo o sobre la superficie se amalgamaban los colores y las formas y nadie parecía estorbar a nadie.
   A la cita matinal habían acudido garzas reales y blancas, que competían en estilizado diseño con un ibis sagrado. Y también un bando numeroso de pelícanos, de más desgarbada apariencia pero a años luz de elegancia que los marabúes, igualmente presentes. Yo aguzaba la vista, por localizar a un ave martillo, que alguien acababa de identificar entre aquel revoltijo emplumado, encarando, hipnotizada, el mundo subacuático. Quería comprobar el porqué de su nombre, que justifica el penacho que prolonga hacia atrás su cabeza, y que con pico y cuello remeda la herramienta de su apodo.
    Al pronto, sin embargo, los ojos se me fueron tras pájaros que en un repente remontaban el vuelo. Fue entonces cuando me encontré con un nuevo ser, que acababa de irrumpir en escena. Acerté a verlo justo en el instante en que surcaba el aire, sin alas que lo propulsaran. Estaba precipitándose al encuentro del agua, desde un alto donde la orilla se volvía montículo.
   Los leopardos son así de sorprendentes. Lo mismo aparecen como posados sobre la rama de un árbol que pierden pie lanzándose al vacío desde la altura. O nadan, como enseguida comprobamos, pues si el agua se abrió bajo el impulso de su peso, de inmediato emergió de nuevo el felino y navegó hacia la orilla. Asomaba únicamente la cabeza, que no reflejaba decepción o enfado, como si no hubiera fallado en su intento de cazar una zancuda o hacerse con un pez y sólo pretendiera entregarse al placer de un baño mañanero. En llegando a la ribera, aún se entretuvo un poco de tiempo en vagar por los alrededores, sin que le importara un ardite nuestra presencia. Luego, se fue tan lentamente como si no tuviera prisa alguna en que se desvaneciera la admiración con que lo mirábamos.
   En la charca, un marabú se tragó un pescado. Y un pigargo vocinglero descendió de su posadero y atrapó limpiamente otro con sus garras. 

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