MAMÁ
ÁFRICA (15): EN TORNO A LA HOGUERA
Cuando
la única luz era ya la del fuego, nos sentábamos rodeando troncos en llamas.
Eso sucedía si estábamos acampados, allá donde no había más que nosotros. Era
la hora de la cena, que luego se prolongaba en conversaciones y risas. Quizás
el entorno oscuro estuviese poblado de seres poco de fiar, pero no se
acercarían a donde ardía una hoguera. Comentábamos las anécdotas del día,
planificábamos el mañana, aprendíamos los unos de los otros y nos conocíamos
mejor. Y cuando dormimos en la isla de Kao, en el delta del Okavango, cantamos
y oímos cantar.
Primero empezaron ellos, nuestros guías y
barqueros africanos de la tribu bayei. Todavía no se han ido de mis ojos. Los
vi, cómo irrumpían en el círculo iluminado, como figuras desgajadas de la
negrura de la noche, de la que salieron, marchando en formación de tres en
fondo. Danzaban al desplazarse, al son de un ritmo reiterado, que se hacía de
sus voces graves, entonadas al unísono.
Las mujeres realzaban la plasticidad de la escena con un vaivén de caderas, que
volvía más notorio el faldellín vegetal que las ceñía. La música parecía
materializarse a su paso y yo sentía que mis manos habían sido hechas tan sólo
para el aplauso.
Después de un tiempo que no sabría medir,
porque es difícil cuantificarlo cuando se colma de emociones, ellos trocaron su
papel de actores por el de espectadores. Había llegado nuestro turno. Era claro
que coralmente no estábamos, ni de lejos, a su altura, pero contábamos con dos
voces femeninas que rompían el aire con sus agudos o remedaban gospelianos ecos.
Escuchando las interpretaciones sucesivas de la una y de la otra, creo que no
me acordé ni de respirar, por no perder una nota. Experimentaba el extraordinario
privilegio de asistir a un concierto operístico en medio de la naturaleza
salvaje del Okavango, como si estuviera ante un escenario mágico. No sé si los
hipopótamos dejaron de roncar y las hienas sus risas, o sólo fue que yo me
olvidé de oírlos…
Aquella noche todavía resuena en mis oídos.
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