jueves, 14 de junio de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (25): PARQUE NACIONAL TIERRA DEL FUEGO (I)

Sólo en el topónimo se vuelve fuego el paisaje. En parte alguna comparecen llamaradas. Nada nos llama a desprendernos del anorak en las paradas, cuando descendemos del bus y exploramos espacios cercanos. Y es que, paradójicamente, fue el frío quien motivó el nombre de este acabose de las Américas. Desde el mar, la tierra ardía en el imaginario de los primeros navegantes europeos. Eran únicamente las hogueras con que los indígenas buscaban el calor que les negaba la naturaleza. Pero qué descubridor de mundos, para bautizar una geografía, no ha preferido la hipérbole a la realidad anodina. ¿Acaso no late un poeta en el alma de un aventurero?
   El tren del fin del mundo nos ha traído hasta una estación terminal y diminuta, que es principio de un recorrido por la zona visitable del parque nacional. Un autocar releva al ferrocarril como medio que nos lleva. A la vista, todo es grandioso. Omnipresentes, nos ceden paso los Andes, siempre coronados de blanco. Los bosques hacen impenetrables  vastos dominios y casi conquistan las cumbres. Veo muchos troncos caídos, algunos provistos de sus enramadas: no los tumbó el hacha, que fue leñador el viento con su filo cortante y helado. Y no tuvo que suceder ayer, que las bajísimas temperaturas eternizan su descomposición.
   Pero más que esos árboles muertos me interesan los vivos. Como es 3 de noviembre y estamos en plena primavera austral, a ninguno le faltan hojas, aunque los haya caducifolios. Me admira que subsistan sin congelarse en condiciones tan extremas. También me sorprenden sus formas, que en algún caso me recuerdan a viejos conocidos de mi entorno habitual. A veces los creo hayas o laureles, pero cuando pregunto por sus identidades me contestan con nombres que nunca antes había oído. Las lengas van achaparrándose, perdiendo altura a medida que la ganan ladera arriba; el coigüe o guindo siempre verde se despliega como bandera cuando crece donde sopla el vendaval; al ñire lo llamaban así los mapuches porque ñires eran los zorros que cavaban madrigueras al pie de sus troncos; el canelo, árbol  sagrado, alcanza los 30 metros y es fama que su corteza se utilizaba para combatir el escorbuto y sus frutos como condimento, y aún tiene poder para desinfectar y cicatrizar heridas.
    Oigo hablar de farolitos chinos, de barba de viejo, de pan de indio. Entre la espesura de las copas, la botánica da lugar a la metáfora. De algunos árboles pende, como candil, el falso muérdago; otros parecen barbados, recubiertas sus ramas de finos hilos verdes. Y de los frutos de hongos que parasitan a las lengas se alimentaban los aborígenes. Todo tiene a mis ojos el encanto de lo insospechado. Y eso que todavía no hemos echado pie a tierra, que enseguida…

2 comentarios:

  1. Sí que llegasteis al fin del mundo. Qué frío por favor, aunque sea primavera, aunque sea verano. Está claro que los árboles no echan las hojas por la temperatura, sino por las horas de luz. Si fuera por la temperatura se quedaban desnudos por siempre jamás.
    Precioso tu post.
    Un beso.

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  2. Si hay un ser vivo al que admiro sobremanera, ése son los árboles. No hay frío ni calor que pueda con ellos. Sólo, ay, nosotros, los humanos, si tenemos la razón perturbada.
    Un abrazo fuerte, Rosa, espero que algún día nos cuentes qué te pareció Argentina y su Tierra del Fuego. Ojalá no tardes mucho en visitarla.

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