viernes, 17 de agosto de 2018


LA ARGENTINA QUE VI (32): EL CALAFATE, EL PUEBLO CON NOMBRE DE FLOR

Ushuaia nos despide hoy, 5 de noviembre, con un sol radiante en un cielo sin nubes. Al conductor que nos traslada al aeropuerto le falta poco para quejarse del calor, si es que no lo hace. Yo, cobijado en mi anorak, sonrío. Nos vamos a El Calafate, una localidad patagónica con nombre de flor. De la hora que dura el trayecto, recuerdo el momento en que sobrevolamos el Estrecho de Magallanes. Se distingue con claridad la lengua de agua que hermana el Atlántico con el Pacífico, sus dos orillas son visibles desde tan arriba como navegamos.
   Nos alberga un hotel que cabalga un altozano. Las vistas son como para sentarse a admirar el mundo. Detrás, se elevan las montañas que, cercanas, nos sobrepasan. Abajo de la ladera que trepa suavemente hasta nosotros, el pueblo coloniza un llano, vecino de lo que sería un mar, de no ser porque no estamos en la costa. Tiene el alojamiento un encanto antiguo, con sus suelos enmoquetados, su chimenea encendida y la amplitud de pasillos y salones. ¡Lástima que al poco amanezcamos con picaduras, que parecen provenir de un microinsecto, parásito de la carcoma! Nuestra última noche la pasaremos en un cuarto sin techo de madera, a petición propia.
   Me asomo a la ventana de la habitación. Veo un ave que aproxima un largo pico curvo a la hierba, una y otra vez. Como no sé lo que es, apunto en mi cuaderno de viaje sus características. Luce en la gargantilla un abultamiento que se mueve al compás de sus giros y desplazamientos. La cabeza es de un ocre acanelado que se aclara en el cuello. El conjunto se pinta de un gris que tira a plata azulada y las patas se colorean de rojo. Posteriores indagaciones me lo bautizan. Es la bandurria patagónica, que con tanto afán perseguí días atrás en Tierra del Fuego y no la encontré.
   Una furgoneta minibús viene y va cada hora, para permitir a los clientes que vayamos al pueblo o volvamos de nuestras incursiones. En la localidad nos recibe una larguísima calle, sin ni una de sus casitas bajas que no esté dedicada al comercio de la más variada mercadería, con solo un rasgo en común, y es que se destina a los turistas. Tienen mucho predicamento las mermeladas y el dulce de leche. También la artesanía y los peluches, en particular si se trata de ovejas. Precisamente, comemos en un asador y es cordero al plato lo que pedimos. Lo sirven guisado en un disco que fue parte de un arado. Sabe muy rico.
   Curioseamos tiendas. Me hago con un búho menor que mi dedo meñique. Lo han tallado en madera de lenga y me sorprende su peso, tan liviano que el aire podría llevárselo a volar consigo. Paseamos hasta un mirador que hallamos tras largo andar. Contemplamos una gran planicie, en parte inundada, muy verde, en contraste con la levedad azul del inmenso Lago Argentino. Todavía más allá, se yergue la estampa ya familiar de los picos andinos, que éstos son también sus dominios.

2 comentarios:

  1. He buscado la bandurria patagónica que me ha parecido preciosa, pero lo que más envidia me ha dado de lo que cuentas, aparte del paisaje, claro, es ese búho minúsculo y etéreo.
    Solo pensar en ese cielo azul y sin nubes, con los Andes rondando de cerca, ya me produce un frío glacial, por mucha primavera antártica que sea.
    Un beso.

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  2. Pero el frío se combate con ropa. El calor, en cambio...
    Un abrazo fuerte, Rosa

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