lunes, 27 de agosto de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (33): EL LAGO ARGENTINO

Parece un canto a la desmesura. Necesito ir al mapa y verificar que no está El Calafate a la vera del mar para confirmar que no tengo el Pacífico ante los ojos. Que es el Lago Argentino lo que veo. Si lo contemplara desde un punto fijo no le encontraría fin: el bus que nos conduce a los glaciares no se cansa de andar y andar, y el agua, de un extraño azul turquesa, sigue ahí presente, siempre, como si no fuera a acabarse nunca la línea de costa. En cualquiera de las Américas siempre me siento anonadado ante la magnitud de las dimensiones. Para bordear este espacio acuático habría de recorrer 640 kilómetros y si quisiera llegar a su fondo en un sumergible, la profundidad no bajaría de los 80 metros, y podría alcanzar los 500.
   Una vastísima pradería, que todo alcanza aquí a ser superlativo, se interpone entre la carretera que nos lleva y las orillas de este mar dulce. Entre el verde ralo de la hierba asoman de cuando en cuando arbustos de escasa altura y mucho desparrame, o caballos salvajes. Ninguna oveja hay bebiendo en la ribera, de las 40.000 que pastan estas estepas marismeñas. Muy dispersas, se levantan las edificaciones de las estancias, con su casa, sus galpones y lugares de esquile. Dicen que, con el compromiso de 20 años de permanencia, regalaban tierra y tierra en la Patagonia, que sobra para poblar en estas latitudes. Pero se vive solo y esforzadamente, y la rentabilidad resulta escasa.
   Aunque es muy temprana todavía la mañana,  no me cierra el sueño los ojos. Buscan aves que la lejanía y mi escaso conocimiento me impiden identificar, si no son cauquenes, a cuyo tamaño y color me remito para ponerles nombre. Documento la presencia fugaz de una liebre que no nos ha visto a nosotros pasar. Y permanezco alerta, a sabiendas de que en cualquier momento podrían aparecer ñandús o guanacos.
   Apenas me doy cuenta de que se ha ido empinando el camino, hasta que la planicie se torna montaña y los lados se llenan de árboles y matorrales. Estamos en el brazo sur del lago. Sobre todas las cosas, recuerdo cómo me hipnotizaban las flores rojas de unas matas que crecían entre el monte bajo. Eclipsaban al diente de león y las anémonas, a las orquídeas y palomitas que también había, incluso al amarillo limón que pendía del calafate. Eran increíblemente hermosas las flores del notro, que es como llaman a la planta de donde salen.
   Pero se me olvidaba decir que vamos en dirección al glaciar Perito Moreno. Y en esto, que llegamos a la curva de los suspiros

2 comentarios:

  1. Es cierto que en América todo es enorme. Yo conozco los lagos del norte, el Eyre y el Ontario y pasa lo mismo. No se ve la otra orilla, sus horizontes tienen aspiraciones oceánicas.
    He buscado los cauquenes. Son una especie de ganso, ¿no?
    Espero saber del Perito Moreno. ¡¡Ay, madre, cada vez más frío!!
    Un beso.

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  2. Cuando sepas del Perito Moreno, es improbable que no le hagas una visita. A pesar del frío...
    Un abrazo fuerte

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