jueves, 14 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS: DE CUANDO EL DIFERENTE FUI YO

Nunca había experimentado una sensación de aislamiento como la que sentí al poco de aterrizar. Estaba en una isla, pero no era eso. Es que la isla era yo. En aquel país de los ojos rasgados, donde dicen que nace el sol, mirara para donde mirase, no encontraba a nadie que fuera igual a nosotros.
   Montábamos en metro o en autobús urbano, andábamos calles, curioseábamos  puestos de mercaderes, nos solazábamos en jardines y comíamos en restaurantes que nos salían al paso o entrábamos en un museo o en un castillo, y la impresión de singularidad se acrecentaba. Éramos distintos a cuantos nos cruzábamos, a quienes compartían con nosotros espacio.
   Y no solo físicamente. También nos diferenciaba algo tan consustancial al ser uno mismo como el idioma, no porque hablaran una lengua en nada parecida a la nuestra, que también, sino porque su alfabeto y su escritura nos resultaban ilegibles, y por tanto intraducibles. Era como si de repente no supiéramos leer, y vaya cómo separa eso a uno del mundo.
   Solo nos faltaría que quienes nos rodeaban nos mirasen con desconfianza o simplemente con aprensión a los que no éramos como ellos.
   Pero una chica se levantó con la pretensión de cedernos su asiento en un suburbano, y otra se prestó a guiarnos hasta el hotel cuando nos vio bajo la luz de una farola, perplejos ante un plano de la ciudad de Tokio.
   He perdido la cuenta de cuantos nos sacaron el billete de metro eligiendo por nosotros las monedas o la de quienes consultaban en sus móviles direcciones que necesitábamos, con una paciencia infinita. Y todavía hoy, pasados ya días, no sé si hicimos bien rehusando la invitación que nos formuló un hombre, partícipe en un desfile festivo, para que nos agregásemos a su comparsa, como uno (dos) más.
   Según transcurría el tiempo, se multiplicaban los ejemplos. Uno me impresionó de manera especial. Un señor entrado en años, sin que le preguntáramos nada, percibiendo nuestra desolación al no ser capaces de dar con una estación de ferrocarril, no pudiendo explicarse sino en japonés, que no entendíamos, nos acompañó bajo un sol de fuego hasta el lugar que buscábamos y aún nos encomendó a unos estudiantes de música para que nos dejasen justo en el andén preciso, mandamiento que cumplieron entre sonrisas. Practicaba un lenguaje tal vez más antiguo que el de la palabra, el del acogimiento y la solidaridad con el otro. No sé si acertamos a corresponderle con la emocionada gratitud que quisieron transmitirle nuestra mirada, nuestra sonrisa.
   Así, puede ser uno diferente. Gracias, japoneses.

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