lunes, 25 de agosto de 2014

ANDADURAS JAPONESAS (4): MICROESPACIOS URBANOS

La humedad multiplicaba la sensación de calor. Se agradecía que, tan pronto te sentabas  en un restaurante, sin darte tiempo para ojear la carta, te trajesen un vaso de agua con hielo, que iban reponiendo según la consumías. Sobre la mesa nunca faltaba, además, un paño ligeramente mojado para limpiar las manos.
   El menú ya lo conocíamos antes de entrar, porque se exponía fuera. Aunque a menudo los nombres de los platos estuvieran solo en japonés, no había lugar para el equívoco. En el escaparate, incluso al aire libre, la comida te entraba por los ojos, dispuesta en fuentes y cuencos. Recuerdo que eso me inquietó, pues dada la temperatura ambiente, podían pasarse los alimentos, por más cocinados que estuvieran. Seguro que esas muestras no las sirven a los clientes, llegué a pensar, y todavía se me ocurrió que tal vez, al final de la jornada, cumplida su función de reclamos, fuesen a parar a la basura. Ideas tan peregrinas no me abandonaron hasta que caí en la cuenta de mi error de percepción. Los manjares que desde los recipientes que los albergaban tentaban a los viandantes no eran reales, aunque lo pareciesen por estar en relieve. Se trataba de imitaciones escultóricas, que reproducían con extraordinaria fidelidad el modelo.
   Por cierto, qué bien se come en Japón, qué calidad tienen los productos, cómo los preparan… Y conste que no buscamos establecimientos de lujo. Pero hasta en un restaurancito de calle estaba todo bueno. Había infinidad y siempre concurridísimos. ¿Cómo se las arreglarán para estar tan delgados? A juzgar por la oferta, les gustan mucho el arroz, los fideos y los espaguetis. Las patatas, en cambio, brillan por su ausencia. ¿Será porque no son santo de su devoción o, por el contrario, les concederán una exquisitez propia de las grandes ocasiones? Porque haber, las hay, que las hemos visto en las fruterías. El pescado en sushi, pero también hecho, y las verduras, sobre todo en tempura, son platos muy demandados. Las sopas nos encantaban y aún me relamo con el sabor de una especie de fritos de pulpo que vendían en un puesto callejero…
   Yo al principio pedía cubiertos, por temor a hacer el ridículo con los palillos. Pero pronto me di cuenta de que no usarlos donde todo el mundo los utilizaba resultaba tan llamativo como nuestra pinta, y que provenir de Occidente justificaría mi torpeza. Además, ya queda dicho que la gente es tolerante y afable, así que nada tiene de extraño, aun para un individuo de ordinario tan precavido como yo, que prescindiese de cuchillo y tenedor y me pusiese a comer como es debido.
    A veces, los camareros nos sorprendían agachándose, incluso arrodillándose a nuestro lado, para hablarnos o preguntarnos por el pedido. Así estaban al nivel de los sentados, y no se dirigían a ellos desde arriba.
   La cuenta nunca se abonaba en la mesa, siempre en caja, y no se dan propinas. Ah, se me olvidaba: ni en restaurantes ni en cafés vimos un solo televisor...

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