domingo, 30 de julio de 2023

 

LA MUJER DE LA SILLA DE RUEDAS

 

Iba por el centro de la ciudad espoleado por una de mis prisas, que, no obstante, había de retener. La acera no era muy ancha y que estuviera muy concurrida no ayudaba a avanzar con rapidez. Y todavía hube de ralentizar, enseguida, aún más, mis pasos. Acababa de encontrarme con una silla de ruedas, cuya marcha era más lenta que la mía.

   En cualquier otra circunstancia, hubiera hecho malabarismos por sobrepasarla. Pero no lo hice: algo había en ella que me llevó a acompasar mi andar al suyo, y no fue su ocupante. Éste era un anciano que mostraba signos evidentes de hallarse imposibilitado para desplazarse por sí mismo. Nada que resultara extraño. La población envejece y cada vez se vuelven más notorias en las calles de nuestras ciudades las consecuencias de esa longevidad. Así que no fue eso lo que llamó mi atención y aplazó por un momento mis urgencias. Es que había reparado más en quien empujaba que en su carga.

   Todo en aquella mujer denotaba lo penoso que le resultaba el esfuerzo que hacía. Fijaba la mirada, como si la hubiera perdido en un infinito cansancio. Inclinaba el cuerpo hasta dibujar una pronunciada curvatura en el aire y las manos, nervudas y engarfiadas, se agarraban de tal modo a la barra trasera de la silla de ruedas que más parecían aferrarse a un andador buscando sujeción para no dar con sus huesos en tierra que un asidero para impulsar el vehículo hacia delante. No debía de pesar casi nada, pues la carne apenas le daba para cubrir el esqueleto. Coronaba su pequeña figura una mata de pelo ralo y blanquecino. La boca se le abría sin hablar, tan solo jadeaba por la fatiga. Calculé que no volvería a cumplir los ochenta años.

   No podría decir si había más de ternura o de patetismo en la escena. De lo que sí estoy seguro es de que la una y el otro estaban presentes.

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