jueves, 1 de diciembre de 2016

POR EE UU (24): EL BOSQUE MUIR

Cercano a San Francisco, está el bosque Muir.
   ¿Se habrán encontrado con el cielo?, piensas ante árboles de alzada inverosímil y rectitud sin concesiones. Y no hallas respuesta, porque no vislumbras el final de a donde llegan estas secuoyas que miras.  Ampara la incógnita la niebla que vela sus copas. Condensada en las acículas, allá arriba, se vuelve agua y cae como si lloviera a cámara muy lenta. Cientos de metros más abajo, las esperan raíces sedientas, que trazan un entramado venoso, no siempre soterrado. La bruma, omnipresente, como una nube sobrevenida, riega la tierra en despacioso goteo. No hay estación seca que anule ese prodigio. Puede que el río que atraviesa el bosque se vea reducido temporalmente a arroyo, pues precisa de fuentes de mayor caudal que lo hagan, pero el suelo siempre estará húmedo. Sin duda a ello se debe que lo tapice un manto verde de plantas menores, ortigas y helechos, musgos y acederillas. Hasta laureles o arces crecen en la buena vecindad de los gigantes que, casi desprovistos de espesura que estorbe su vertical huida de la superficie, no impiden a la luz descender a sus pies.
   A veces, me gusta susurrar palabras a los árboles, aunque no esté mal de la cabeza. O sentir su lisura al tocarlos con las yemas de los dedos. Aunque quizás no sea buena idea con las secuoyas. Me parecieron poco amigas de caricias. Me disuadía esa corteza, que se engrosa y se rompe longitudinalmente en infinidad de canales diminutos, una rugosidad que lastimaría al tacto si buscase el halago. Es rojiza de color, como alimentada de un fuego que fuera ya tan sólo rescoldo.
   Reclama cada tronco su espacio. Separados los unos de los otros, marcan distancias y ofrecen toda una lección de perspectiva, que llama a mirar lejos. La mayoría se espigan como adolescentes desgalichados, que necesitaran poner toda su energía en ganar  altura y descuidaran el aumento en corpulencia. Pero de cuando en cuando hemos de dilatar la pupila para abarcar perímetros que escapan a cualquier abrazo, aun siendo tres quienes nos enlacemos para darlo. Atesoran siglos estos monumentos de la naturaleza, que nos recuerdan nuestra propia finitud. Quizás si nos internásemos en alguna de las enormes oquedades que los horadan podríamos ir al encuentro del pasado y se nos revelase su secreto de lo vivido. En cualquier caso, el término de nuestro paseo no deja de ser el retorno de un viaje en el tiempo…

2 comentarios:

  1. Las secuoyas son mágicas. Tan antiguas, tan altas, tan longevas. Me imagino que conoces el bosque que hay cerca de Cabezón de la Sal. No es lo mismo porque los árboles son más jóvenes y pequeños, pero en el corazón del bosquecillo, se siente uno en otra época. Yo también vi uno en Estados Unidos, pero creo que no fue ese que dices, aunque con mi memoria y despiste...
    Un beso.

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  2. Sí que conozco el bosque de secuoyas próximo a Cabezón de la Sal. Y también me impresiona, pese a su juventud y a ser mucho menos extenso que el Muir. Cualquier árbol me admira, sobre todo si sobrevive a las asechanzas humanas y nada nos debe...
    Un abrazo de los fuertes

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