domingo, 25 de agosto de 2013

RAUDHÁLSAR, LA MONTAÑA ROJA (ISLANDIA, 6)  

Hace viento y llueve, pero en el pasado el volcán Raudhálsar originó un campo de lava de dimensiones épicas y queremos verlo. El vehículo que nos lleva avanza penosamente, casi se diría que de puro milagro, sobre caminos hechos de guijarros o arenisca oscura, que carretera no hay.
  En derredor, no existe consuelo para la mirada. Marañas de rocas calcinadas se afilan y se ahuecan; adquieren, estrujadas, extrañas formas. Parecen a veces, cabañas que solo alojarían a una persona, y encogida. Son grises o negruzcas, y de cuando en cuando rojizas, que en este desierto se abrasaron piedra y hierro.
   Echamos pie a tierra en la base del volcán. A tierra es mucho decir, solo como frase hecha vale, que tierra no hay. Su lugar lo ha usurpado el magma que salió del cráter. Al encuentro de este último trepamos con dificultad por lava fragmentada, sin senda que nos guíe.
   En ocasiones, sorprendentemente, pisamos suelo mullido. Son líquenes, a los que el paso de los siglos ha dado grosor y apariencia de musgo, y que se han aposentado en este pedrero sombrío. A completar el prodigio acuden otras plantas minúsculas, incluso florecidas, de una delicadeza que no casa con la brutalidad circundante.
   Nos agachamos a examinar alguna piedra pequeña, y pesa bien poco. Son porosas, como si, salidas del fuego, llegasen  al aire sin densidad, con su consistencia quebrada, como cáscaras vacías.
  Arriba nos aguarda la caldera. Es un hoyo inmenso, y algo de miedo da pensar que ahí pudo haber empezado todo este descalabro. Casi impresiona más, sin embargo, volver la vista atrás, hacia los campos de lava que, abajo, no dan tregua a la pupila hasta más allá del horizonte.
   Antes de salir de ese entorno, que parece fruto de la maldición de un dios enfurecido con la tierra, nuestro vehículo se detiene de nuevo, en medio de un gigantesco anfiteatro, cuyos paredones son de arena oscura. Un reborde negro  recorre longitudinalmente su altura y sus laderas se salpican de rojo. Es una cantera de áridos, nos dicen. Una huella humana en un paisaje primigenio, pensamos.
  Marte –el planeta, quizás también el dios- se resistirá en los días que vendrán a abandonar nuestras retinas.

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