miércoles, 7 de agosto de 2013

LA SOMBRA DE LO QUE FUIMOS, de Luis Sepúlveda

¿Sabíais que se puede “conversar un vino”? Yo lo he hecho muchas veces, pero desconocía que se le llamara así. Es una manera de decir el español en Chile, que he aprendido leyendo esta novela.
   Con o sin botella delante, dialogan casi sin pausa sus protagonistas. Acaban de reencontrarse, muchos años después de cuando eran jóvenes y militaban en organizaciones de izquierda en tiempos de Allende y fueran condenados a la represión y el exilio por la dictadura de Pinochet. Se la van a jugar en una última misión cuyo objetivo no se desvela hasta las últimas páginas. Pero qué importa, si disfrutamos con cada cosa que dicen o que les pasa. A ellos y a otros, porque el argumento no se escribe solo al compás de sus voces.
   Sin descuidar a los personajes secundarios, que adquieren singular relevancia, desde el otro lado, el de la Ley, que desconoce lo que van a hacer los conjurados, hay un devenir paralelo, el de dos ratis (detectives, policías) no menos entrañables que ellos. En esta peculiar pareja, se amalgama la experiencia, teñida de bonhomía, de él, ya próximo a jubilarse, con la ingenuidad de ella, recién salida de la academia. Ambos propiciarán un segundo desenlace, tan en clave de justicia poética como el primero, con el que culmina la acción de los actores principales.
  Antes de alcanzar ese punto y final que son dos, salen a la luz revelaciones de un pasado de represión y abusos (se queda corta la palabra), traídos a cuenta en ocasiones de una forma un tanto original: imaginando un crucigrama que pone nombres a las fechorías del golpismo, por ejemplo; o rememorando a víctimas que desfilan como Santa Compaña en Galicia.
   Pero esa evocación de la infamia, y sin que pierda por ello dramatismo, coexiste con el relato de anécdotas y comentarios, que nos hacen sonreír. La comicidad viene de la mano de un humor que, de no ser por la ternura que lo envuelve, entraría a menudo en el surrealismo. Cómo no tachar de tal, por ejemplo, la conversación, vía correo electrónico, entre dos de los sexagenarios personajes, con su mezcla de maquinaciones clandestinas e improbables búsquedas de amor...
   Su maestría descriptiva, con un detallismo llamativo, centrado a menudo en aspectos un tanto peculiares, la polifonía de sus voces o sus tramas en paralelo, no impiden que esta obrita se lea rápido. Pero mejor no hacerlo así, porque hay que saborear su lenguaje (y, si viene al caso, las comidas que se mientan), responder a los guiños del narrador, dar tiempo a que se nos humedezcan los ojos o a que aflore la risa.
   A mí, contraviniendo la máxima de que lo bueno, si breve, dos veces bueno (Baltasar Gracían dixit), se me ha hecho corta. Me lo estaba pasando muy bien mientras duró. Claro que enseguida me di cuenta de que podía poner remedio a haber llegado al final: con la relectura verifiqué, una vez más, que siempre es posible descubrir algo nuevo en lo ya visto, que merece la pena  ahondar en el disfrute.

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