domingo, 20 de mayo de 2018

LA ARGENTINA QUE VI (23): EL TREN DEL FIN DEL MUNDO (UNO)

Confieso que fue una expresión que me enamoró. Y me resultó aún más irresistible cuando supe que no se trataba de una mera creación verbal.  Tenía su correlato en la realidad, existía un ferrocarril que respondía a ese nombre, que se llamaba así. A ver quién se sustrae a la tentación de subirse a El tren del fin del mundo. Yo, al menos, no. Creo que fui a Tierra del Fuego sobre todo a saber de él, y quien piense que exagero es que no me conoce.
   “Vengo a proponerles un sueño”, decía una pintada que leí, de pasada, sobre un muro de Ushuaia. En pos del mío, subo al bus que nos conducirá a la estación, a unos kilómetros de la ciudad. Dejamos atrás barrios humildes, de casitas bajas y compostura variable. A algunas no les faltan verjas primorosamente pintadas.
   “Aquí descansan los restos de quienes nos precedieron en la vida. Es un lugar respetable que merece ser respetado”, advierte, a ojos todavía somnolientos, un cartel, desde la pared de un cementerio.
   El mar está picado y oscuro, y le escapamos, yendo tierra adentro. Por todas partes, se hacen visibles las encanecidas jetas de los Andes y sus faldas verdes. De colorearlas se encargan las lengas, árboles de madera muy liviana, que a menudo multiplican sus troncos. En algún trecho, nos hace compañía un río de poco caudal, que promete frío en la transparencia de sus aguas. Pasamos ante un campo de golf y al poco las montañas se abren y el valle se ensancha, como para dejar espacio a la diminuta estación de ferrocarril que buscamos. Predomina el azul en la nave que nos acoge. Cuelgan de las paredes relojes, que siguen el horario de diferentes ciudades del mundo y recuerdan al viajero la relatividad del momento que vive.
   Parecen de juguete los trenecitos menudencios que aguardan en los andenes, y que no nos superan en altura. De las locomotoras sale un humo blanquecino, pues son, como lo eran antaño, de vapor. Los vagones están pintados de verde o de rojo y sólo seis personas cabemos en su único departamento. Fuera cae una lluvia menuda y el aire tiene un color helado.
   La sirena que avisa de la partida suena. Nos vamos. Un despacioso traqueteo nos conduce a parajes desolados. Abunda la arboleda, que trepa laderas y se espesa también en los llanos. A veces concede una oportunidad a la mirada, que se expande entre herbazales o choca con la nieve que se enseñorea de las crestas. Hacemos un alto en un lugar despejado, con río y pequeña pradería, y bosques y montañonas de fondo. El entorno sería ideal para un picnic, pero nadie se sienta sobre el verde húmedo y frío. Hemos parado para que subamos hasta una cascada, que vagamente recuerdo como Macarena.
   Ni un alma nos saldrá al paso durante el viaje, a no ser que la tengan lo que semejan ser solitarios halcones, o pájaros que me recuerdan a las urracas, aunque su color pardo desmienta esa identidad. Veo aves mayores, pero lejanas, y no sé ponerles nombre. Caballos aislados pastan, sin ataduras, libres, en campos que no tienen otros límites que los que les imponen la floresta o la cordillera.
   Verdaderamente, estamos en el fin del mundo.

2 comentarios:

  1. Intrigada quedo por saber a dónde conduce ese tren, que pueda ser considerado "el fin del mundo". me entran tentaciones de mirar en Google, peroprefiero esperar a tu próxima entrega para saberlo.
    Un beso.

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  2. Has hecho bien en esperar...
    Un abrazo fuerte

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