DE QUÉ ME SIRVIÓ ESTUDIAR ÁRABE
Sucedió hace ya tiempo.
Quien sabe si el calor o el estado nervioso producido por tanta novedad
como veía en Marruecos, el caso es que me resultaba difícil conciliar el sueño.
En demanda de remedio para ese mal, entré en la primera farmacia que encontré,
que resultó ser naturista. Un
dependiente que chapurreaba español me mostró unas semillas y, mientras
procedía a examinarlas, se puso a hacer comentarios en árabe con otro allí
presente. Por fuerza serían jocosos, pues los acompañaban de risas.
Me indicaron el nombre de la planta cuando se lo pregunté. Quise que me
lo escribieran y lo hicieron en su lengua, pero mal, y se lo advertí, que no
ponía lo que me acababan de decir. Aunque mis estudios de árabe en la
universidad quedaban lejos, todavía no había olvidado el alfabeto.
Dejaron entonces su talante
risueño y me miraron alarmados. ¿Conocía yo su idioma? Los burladores,
burlados, pensé, al notar cómo les cambiaba la cara, que adquirió de pronto una
tonalidad casi colorada. A saber qué habían estado hablando de mí, y en voz alta y sin recato alguno, en la
creencia de que no les entendía, cosa de la que empezaban a no estar tan
seguros. Yo, lejos de deshacer su error, esbocé una mirada que quiso transmitir
un cierto enojo y reconvención por lo que supuestamente había escuchado.
Excuso decir que no volvieron a dirigirse uno al otro la palabra y que
rehuyeron todo contacto visual conmigo. Es más, el que me atendía estaba tan
azorado que se olvidó incluso de regatear el precio del producto, y yo salí de
su tienda convencido de que, con tal de ahorrarse mi presencia, me lo había
vendido a precio de saldo. Claro que, a cambio, he de reconocer que no lo
consumí, desconfiando de lo que pudiera ser.
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