TRANSATLÁNTICO, de Miguel
Rodríguez Muñoz
Nadie espere encontrar en este
relato de viajes la grandeza de una aventura o el temblor de una pasión. Ni
mundos exóticos, ni tiempos perdidos. Nada que no resulte previsible en la
travesía marítima y confortable de un crucero que llevará al lector desde el
puerto de Málaga hasta Brasil, y que el autor narra a la manera de un diario.
En ese espacio cerrado en que transcurre la travesía no suceden grandes
cosas, pero Miguel Rodríguez Muñoz se las ingenia para que lo pequeño se vuelva
interesante. Y yo diría que siempre parece estar a punto de ocurrir lo
inesperado.
Asoma toda una tipología de individuos, descritos con pocos, pero
expresivos trazos. Tan escasas palabras
dicen tanto de un sujeto que parece biografiado, como si se nos sugiriese su
vida entera, la vivida y aun la que le aguarda. La excepción la marcan algunos
personajes, presentados con un halo de misterio, como el viejo de la cazadora
verde o la bibliotecaria bailarina, que en un tris está de originar una línea argumental
paralela.
En esos apuntes apresurados, la mirada suele tornarse crítica, pero casi
nunca ácida, con una ironía leve, que busca la complicidad de una sonrisa más
que la burla que da pie a la carcajada. De cuando en cuando, sin embargo, el
humor sirve al sarcasmo. Entonces, el retrato se vuelve esperpéntico y nada
conmiserativo. Igual sucede con las actividades que entretienen al pasaje o con
sus actitudes.
Más objetiva es la semblanza que se
ofrece del barco, ocasionalmente trufada de datos técnicos, aunque en ocasiones
se nos escape la risa a la vista de determinadas comparaciones. Cielo y océano
devienen también en protagonistas, y no cansa al lector su reiterada evocación.
Por más que habitualmente las nubes entenebrezcan el espacio y el mar aparezca
un algo encabrillado, al variar siempre las imágenes con que se les alude, cada
vez que se los mienta parece la primera.
En los puertos donde atraca el buque, el relato abandona la
intrahistoria de su microcosmos y se adentra en las ciudades. Las pinta -¡qué
importancia adquiere el color!- con una minuciosidad que, paradójicamente, no
excluye la síntesis, sin ahorrar, pese al laconismo, imágenes sugerentes y
valoraciones. Y la descripción se viste con anécdotas insignificantes, pero
significativas, tomadas al paso de sus vagabundeos.
Con todo, a mí la atención se me ha ido enseguida de lo que se ve a
través de los ojos del narrador a su forma de contar. Proporcionar sustancia
literaria a un viaje que se anunciaba anodino constituye desde mi punto de
vista su mayor mérito.
Ennoblecen el relato referencias cultas, citas de películas o de libros
de género vario, mitos sobre el Mar Tenebroso, y reflexiones cuasi filosóficas,
traídas de la mano de lo que se observa o se siente. Y el lenguaje, pese a su
aparente sencillez, que abona el uso del período corto y ocasionalmente la
frase hecha, abunda en recursos estilísticos. Son imágenes siempre claras de
diversa intencionalidad, que embellecen o satirizan, destacan un rasgo o nos
enseñan modos distintos de ver la realidad.
Con este libro he experimentado,
en fin, el placer de leer, sin que me espolease la urgencia por conocer lo que
ocurrirá, recreándome en cómo se dice lo que va pasando, por nimio que sea.
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