MAMÁ
ÁFRICA (1)
Amanece
tan de repente como oscurece, como si el sol jugase con nosotros a
sorprendernos con una luz deslumbrante o a dejarnos ciegos, rodeados de una
oscuridad impenetrable, si la luna no acude en nuestro auxilio. En ambos casos,
el horizonte es tan carmesí como se pueda imaginar.
Hace frío en la madrugada, que es cuando nos
ponemos en marcha. Parecemos cebollas, tantas capas nos abrigan. Yo me embuto
en un conglomerado de camisa, jersey, sudadera y anorak, bufanda al cuello y un
gorro de lana, y todavía remato este andamiaje envolviéndome, como todos, en
una manta. Paulatinamente irá calentándose el ambiente, y esas prendas de
abrigo acabarán casi todas en la mochila.
Por
tierra, viajamos generalmente en transporte africano, que es un camión con dos filas de
asientos dispuestas longitudinalmente en la caja, mirando cada una a un costado
abierto al aire y al polvo, aunque techadas; o en jeeps, igualmente
descubiertos, si bien con los sillones encarando el frente. Y cuando un río se
interpone en la vía, nos subimos a un transbordador que es poco más que una
plataforma y un motor y hubimos de descalzarnos para, pisando el limo, alcanzar
la otra ribera.
Recorremos kilómetros y kilómetros sin ver a
nadie, pero, de cuando en cuando, los ojos se nos quedan prendidos en cabañas
circulares, sin ventanas y con techo de paja, rodeadas por empalizadas de palos
clavados en el suelo y muy juntos, sin duda como protección frente a los
elefantes o los felinos. Un saludo queda colgado del aire a nuestro paso. Lo
devolvemos con la misma sonrisa cordial que lo acompañó.
No es que no existan las carreteras, pero el
paisaje aparece comido por la arena y a menudo circulamos por pistas. En un
milagro en el que tiene mucho que ver la pericia del conductor, nuestro
vehículo solo embarranca una vez, y en otra ocasión él mismo ha de reparar la
rotura del engarce con el remolque en medio de la nada.
Se diría que circulamos por un desierto,
pero extraordinario. Lo vuelve tal que sea arbolado se mire para donde se mire.
Acacias y baobabs, sicomoros, caobas y árboles salchicha, matorrales de
condición diversa y hierba rala o altas praderas de gramíneas a las que la
sequedad ha hecho amarillas surgen de un suelo arenoso a lo largo y ancho de
esta llanura inacabable que es Botsuana.
“Mamá África”, he oído llamar aquí a las
mujeres madres. Pero a mí me parece una metáfora perfecta para definir al
continente del que salieron nuestros ancestros, la progenitora primigenia de
todos cuantos nos esparcimos por el ancho mundo. Este viaje es, en algún modo,
un reencuentro con nuestros orígenes.
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