miércoles, 5 de agosto de 2015

MAMÁ ÁFRICA (1)

Amanece tan de repente como oscurece, como si el sol jugase con nosotros a sorprendernos con una luz deslumbrante o a dejarnos ciegos, rodeados de una oscuridad impenetrable, si la luna no acude en nuestro auxilio. En ambos casos, el horizonte es tan carmesí como se pueda imaginar.
   Hace frío en la madrugada, que es cuando nos ponemos en marcha. Parecemos cebollas, tantas capas nos abrigan. Yo me embuto en un conglomerado de camisa, jersey, sudadera y anorak, bufanda al cuello y un gorro de lana, y todavía remato este andamiaje envolviéndome, como todos, en una manta. Paulatinamente irá calentándose el ambiente, y esas prendas de abrigo acabarán casi todas en la mochila.
    Por tierra, viajamos generalmente en transporte africano, que es un camión con dos filas de asientos dispuestas longitudinalmente en la caja, mirando cada una a un costado abierto al aire y al polvo, aunque techadas; o en jeeps, igualmente descubiertos, si bien con los sillones encarando el frente. Y cuando un río se interpone en la vía, nos subimos a un transbordador que es poco más que una plataforma y un motor y hubimos de descalzarnos para, pisando el limo, alcanzar la otra ribera.
   Recorremos kilómetros y kilómetros sin ver a nadie, pero, de cuando en cuando, los ojos se nos quedan prendidos en cabañas circulares, sin ventanas y con techo de paja, rodeadas por empalizadas de palos clavados en el suelo y muy juntos, sin duda como protección frente a los elefantes o los felinos. Un saludo queda colgado del aire a nuestro paso. Lo devolvemos con la misma sonrisa cordial que lo acompañó.
   No es que no existan las carreteras, pero el paisaje aparece comido por la arena y a menudo circulamos por pistas. En un milagro en el que tiene mucho que ver la pericia del conductor, nuestro vehículo solo embarranca una vez, y en otra ocasión él mismo ha de reparar la rotura del engarce con el remolque en medio de la nada.
   Se diría que circulamos por un desierto, pero extraordinario. Lo vuelve tal que sea arbolado se mire para donde se mire. Acacias y baobabs, sicomoros, caobas y árboles salchicha, matorrales de condición diversa y hierba rala o altas praderas de gramíneas a las que la sequedad ha hecho amarillas surgen de un suelo arenoso a lo largo y ancho de esta llanura inacabable que es Botsuana.
   “Mamá África”, he oído llamar aquí a las mujeres madres. Pero a mí me parece una metáfora perfecta para definir al continente del que salieron nuestros ancestros, la progenitora primigenia de todos cuantos nos esparcimos por el ancho mundo. Este viaje es, en algún modo, un reencuentro con nuestros orígenes.

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