sábado, 22 de agosto de 2015

MAMÁ ÁFRICA (5): EN LA SENDA DE LOS ELEFANTES

En Botsuana, los elefantes están por todas partes. Aun cuando no se hagan visibles, sabes que han pasado por allí, no importa que circules por una carretera  o por una vereda. Sobre la arena que todo lo cubre, han dejado sus huellas, y, si el viento las ha borrado, ahí estarán sus excrementos, que nadie podría obviar, pues su tamaño en nada desmerece del de sus hacedores. También nos salen al paso huecos que han excavado en tierra para procurarse agua, con formas cilíndricas o, si son más grandes, semiesféricas. A veces sientes la proximidad de alguno al oír el chasquido de la rama que desgaja. Y en una ocasión un guía nativo, olfateando lejanías, nos contó que le llegaba su olor, como a tierra mojada.
   Nos hemos encontrado con grandes machos casi ocultos entre el boscaje o paseando su soledad en las húmedas riberas de grandes ríos; y a grupos de hembras, custodias de alguna cría, que, en relación con sus mayores, semejaba ser una menudencia tierna. Curiosamente, entonces nos olvidábamos de comparar su tamaño con el nuestro.
   A uno de esos gigantes se lo estaban comiendo unos leones; y otro se encaró a nuestro vehículo desplegando sus orejas, como si fuese su envergadura escasa y quisiera hacerse aún más grande, y amagó con cargar cuando reemprendimos el camino.
   Era sorprendente cómo hurgaban en el suelo para alimentarse. Con una pata apartaban la arena de encima de las plantas que luego arrancaban con la trompa. La operación resultaba laboriosa. Antes de llevarse el botín a la boca, aún habían de limpiarlo, lo que lograban agitándolo reiteradamente en el aire para desprenderlo de impurezas. Me recordaban a una lavandera golpeando la ropa contra la piedra mientras hace la colada.
   Una tarde y una noche las pasamos en medio de una ruta migratoria, que desde muy lejos los trae al parque nacional del río Chobe. El lugar -Elephant Sands- es especial, porque constituye un alto en su camino, allá donde hay una poza y un bebedero. Al lado, en medio de la nada, han construido un pequeño restaurante y, enfrente, más distantes, varios bungalows con suelo de madera y paredes de tela, algo elevados sobre el terreno. Limitan los laterales unos conos pequeños de cemento para evitar que se acerquen en exceso los elefantes. Ocupé las horas de luz observándolos, aunque en ocasiones la mirada se me iba a los cálaos que se exhibían cercanos y confianzudos, o a los estorninos que nunca diría que lo eran, por los reflejos azul metálico de su plumaje, o a las tórtolas que se anunciaban con arrullos.
    Pero prestaba atención, sobre todo, a los elefantes. Venían por familias y permanecían en la charca un buen rato. Por lo general, respetaban el turno y esperaban pacientemente, pero a veces, ya fuera por la sed que traían o porque eran más grandes, los recién llegados intentaban colarse y sobrevenían entonces berridos de mucho disgusto e incluso conatos de enfrentamiento, algún empujón, uno que otro entrechoque de colmillos. Recuerdo que un abusón se bañó durante muy largo rato, tanto que otro se metió en el agua para sacarlo, y tuvieron sus más y sus menos.
   A las 19.00 horas debíamos ir a cenar. Era noche cerrada y para llegar al restaurante desde nuestra cabaña teníamos que pasar por las inmediaciones de la poza y atravesar la senda por la que salían para continuar camino los paquidermos. Nos habían advertido que no nos alejáramos de los bungalows, y que si sentíamos la proximidad de un elefante buscásemos refugio en ellos. No veíamos nada, sólo un par de metros, quizás menos, justo lo que alcanzaba a iluminar la lamparilla que, como los mineros, llevábamos en la cabeza. Parecía imposible que una de aquellas moles pudiera ocultarse en la oscuridad que nos rodeaba. Y sin embargo, el bramido que de repente rompió la negrura casi nos tocó, de puro cercano que sonó (aunque seguramente provenía del agua). Ningún elefante nos atacó. Pero puedo asegurar que poco me faltó para que me matase un infarto.

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