MAMÁ
ÁFRICA (5): EN LA SENDA DE LOS ELEFANTES
En
Botsuana, los elefantes están por todas partes. Aun cuando no se hagan visibles,
sabes que han pasado por allí, no importa que circules por una carretera o por una vereda. Sobre la arena que todo lo cubre,
han dejado sus huellas, y, si el viento las ha borrado, ahí estarán sus excrementos,
que nadie podría obviar, pues su tamaño en nada desmerece del de sus hacedores.
También nos salen al paso huecos que han excavado en tierra para procurarse agua,
con formas cilíndricas o, si son más grandes, semiesféricas. A veces sientes la
proximidad de alguno al oír el chasquido de la rama que desgaja. Y en una
ocasión un guía nativo, olfateando lejanías, nos contó que le llegaba su olor,
como a tierra mojada.
Nos hemos encontrado con grandes machos casi
ocultos entre el boscaje o paseando su soledad en las húmedas riberas de
grandes ríos; y a grupos de hembras, custodias de alguna cría, que, en relación
con sus mayores, semejaba ser una menudencia tierna. Curiosamente, entonces nos
olvidábamos de comparar su tamaño con el nuestro.
A uno de esos gigantes se lo estaban
comiendo unos leones; y otro se encaró a nuestro vehículo desplegando sus orejas,
como si fuese su envergadura escasa y quisiera hacerse aún más grande, y amagó con cargar
cuando reemprendimos el camino.
Era sorprendente cómo hurgaban en el suelo
para alimentarse. Con una pata apartaban la arena de encima de las plantas que
luego arrancaban con la trompa. La operación resultaba laboriosa. Antes de
llevarse el botín a la boca, aún habían de limpiarlo, lo que lograban
agitándolo reiteradamente en el aire para desprenderlo de impurezas. Me recordaban
a una lavandera golpeando la ropa contra la piedra mientras hace la colada.
Una tarde y una noche las pasamos en medio
de una ruta migratoria, que desde muy lejos los trae al parque nacional del río
Chobe. El lugar -Elephant Sands- es especial, porque constituye un alto en su camino, allá donde
hay una poza y un bebedero. Al lado, en medio de la nada, han construido un
pequeño restaurante y, enfrente, más distantes, varios bungalows con suelo de
madera y paredes de tela, algo elevados sobre el terreno. Limitan los laterales
unos conos pequeños de cemento para evitar que se acerquen en exceso los
elefantes. Ocupé las horas de luz observándolos, aunque en ocasiones la mirada
se me iba a los cálaos que se exhibían cercanos y confianzudos, o a los
estorninos que nunca diría que lo eran, por los reflejos azul metálico de su
plumaje, o a las tórtolas que se anunciaban con arrullos.
Pero
prestaba atención, sobre todo, a los elefantes. Venían por familias y
permanecían en la charca un buen rato. Por lo general, respetaban el turno y
esperaban pacientemente, pero a veces, ya fuera por la sed que traían o porque
eran más grandes, los recién llegados intentaban colarse y sobrevenían entonces
berridos de mucho disgusto e incluso conatos de enfrentamiento, algún empujón,
uno que otro entrechoque de colmillos. Recuerdo que un abusón se bañó durante
muy largo rato, tanto que otro se metió en el agua para sacarlo, y tuvieron sus
más y sus menos.
A las 19.00 horas debíamos ir a cenar. Era
noche cerrada y para llegar al restaurante desde nuestra cabaña teníamos que pasar
por las inmediaciones de la poza y atravesar la senda por la que salían para
continuar camino los paquidermos. Nos habían advertido que no nos alejáramos de
los bungalows, y que si sentíamos la proximidad de un elefante buscásemos
refugio en ellos. No veíamos nada, sólo un par de metros, quizás menos, justo
lo que alcanzaba a iluminar la lamparilla que, como los mineros, llevábamos en
la cabeza. Parecía imposible que una de aquellas moles pudiera ocultarse en la
oscuridad que nos rodeaba. Y sin embargo, el bramido que de repente rompió la
negrura casi nos tocó, de puro cercano que sonó (aunque seguramente provenía
del agua). Ningún elefante nos atacó. Pero puedo asegurar que poco me faltó
para que me matase un infarto.
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