MAMÁ
ÁFRICA (17): MONERÍAS
Acabábamos
de lavar la ropa indispensable para ir tirando y la habíamos tendido, sin
pinzas, que no teníamos, pero con mucha voluntad, de una cuerda, amarrando un
cabo a un tronco y el contrario a la tienda de campaña. Después de todo, no
había quedado mal. Confiábamos en que el
sol de primeras horas de la tarde actuase como eficiente secadora. Estaba contemplando
nuestra obra con la satisfacción que produce el trabajo bien hecho, antes de
sentarme a observar el paisaje, que verdaderamente merecía que se le dedicase
atención.
Delante mismo de nosotros, el delta del
Okavango se abría para configurar un lago, el Guma, del que salían, entre la
vegetación palustre, varios canales. Precisamente navegando uno de ellos
habíamos llegado hasta allí, donde un hotelito solitario se asomaba al azul de
las aguas. Al lado estaba instalado nuestro campamento, también al borde de la
superficie acuática.
Todo ocurrió muy rápidamente, en varios
sitios casi a la vez. Oí una gran algazara a mi espalda y, al volverme, un poco
más y se estampa contra mí un mono verde, que de ese color no era, aunque ésa
fuese su alcurnia. Corría perseguido por el cocinero, que lo había sorprendido
en la cercanía de la despensa, haciendo gala de no muy santas intenciones.
Aún no me había dado tiempo a reponerme del
susto cuando, en la zona aledaña a los baños, resonaron otras voces, igualmente
agitadas, si bien en este caso femeninas. Los servicios eran construcciones de
lona y madera, que albergaban un inodoro, un lavabo y una ducha. Ninguna puerta
cerraba el paso a su interior, aunque un travesaño, que podía cruzarse en el
dintel, informaba, si tal sucedía, de que estaba ocupado. Como las paredes no
llegaban hasta el techo y dejaban un espacio al descubierto, un colega del
simio anterior había aprovechado la coyuntura para situarse en la base de ese
vano. Allí ubicado, había estado observando cómo se duchaba una de las chicas
de nuestro grupo. La misma que ahora le llamaba de todo, mientras lo espantaba.
“Son muy sinvergüenzas, estos monos”, dije
yo, y no para mis adentros. El que se hallaba próximo a mi tendedero algo debió
columbrar de lo que manifestaba, porque, al girarme, me miró con ojos aviesos. Y
yo, que lo vi, me dirigí a él, dispuesto a ponerlo en fuga. Si andaba
merodeando por allí, seguro que no tardaría en robarnos alguna prenda, por puro
juego. Cumplió de inmediato con su deber de escapar, pero sólo a medias, pues
se encaramó ágilmente al árbol más próximo, donde, suspendido de una rama, justo
encima de mí, se quedó.
“¡Verás cómo suba…!”, voceaba yo, y
acompañaba la amenaza con todo un alarde de histrionismo, pretendiendo que se
fuera y dejara nuestra colada en salvo. Pero lejos de irse, mantenía su
posición. Y, encima, se permitía el lujo de desafiarme, estirando y encogiendo
el cuello, mientras me miraba con fijeza.
Hasta que, finalmente, soy yo quien abandona
el campo, quien descuelga la ropa y se va con ella a lugar seguro. Eso sí,
antes me cercioro de que la tienda de campaña tiene bien cerrada la cremallera.
Aquélla fue una tarde muy movida.