sábado, 3 de junio de 2017

MONFRAGÜE, AL PASO  (y 2)

Nos adentramos en parajes de retamas a las que la primavera pintaba de amarillo, caminamos entre jarales aún no salpicados de la blancura que esconden sus capullos, nos envolvimos en el aroma del cantueso o el espliego. Aquí y allá, florecían las encinas y, descorchados, los troncos de los alcornoques vestían de rojo una tierra que era verde. Tras ocasionales alambradas, nos contemplaba la testuz poderosa de toros bravos.
   La quietud de la dehesa serenaba el ánimo.
   Desde el mirador de la Báscula, oteo laderas lejanas. A duras penas, entre la espesura aíslo la copa de un árbol, donde se asienta un nido enorme. En sus bordes, como una sombra, el perfil oscuro de un buitre negro descansa, custodio de su cría. Hemos dado con la rapaz de mayor envergadura del mundo, si no fuera por el cóndor de las Américas.
   En Villarreal de San Carlos, aldea de una sola calle, pero a la que no falta una ermita, emprendemos la andadura que nos conducirá a un paisaje encantado. Allí, un riachuelo que parece adelantarse al estío y se agosta hace poesía en su nombre y su trazado. Malvecino lo llaman, y desconocemos el porqué de ese bautismo, aunque quisiéramos saberlo. Es bello el topónimo y nos atrae el misterio de su origen, pero aún vuelve más hermoso a este arroyo su curso.
   Apenas un leve murmullo delata la existencia del agua, que en su transparencia casi se torna invisible y deja ver, según fluye, un lecho de lajas de piedra o de arena, glauco si, en los remansos, se tapiza, como suele, de plantas acuáticas. Parece imposible que no hayan elegido las nutrias, que gustan de la pureza de su hábitat, este apartamiento para vivir. Pero no se manifiestan, por más que escudriñemos según andamos senderos de ribera o nos colgamos de rústicas pasarelas de madera, aprovechando para ocultarnos el cortejo de árboles que acompaña al río.
   Las primeras horas de la tarde nos sorprenden yendo al Salto del Gitano, un farallón rocoso que, desde la altura, cae sobre el Tajo, cuya superficie calma lo hace dos al reflejarlo. Un escribano montesino se columpia en una rama y un roquero solitario se encarama a un cancho: son hallazgos que no perseguíamos, pero que celebramos.
   Sabemos lo que buscamos, pero encontramos lo que no esperamos. El nido de cigüeña negra que conocemos de antiguo tiene okupas. Una del casi centenar de parejas de buitre leonado afincados en el cantil ha encontrado acomodo en aposento ajeno. Es lo que conlleva ser vecino de estos oportunistas, que aprovechan que empiezan a criar antes para despojar a los demás de lo que con tanto trabajo construyeron.
   Debemos de haber puesto cara de mucha decepción, porque, sin decir palabra, una ornitóloga que está a lo que estamos orienta nuestro telescopio hacia otro punto del roquedo, y cuánto nos cuesta no gritar de júbilo donde ha de imperar el silencio. Una cigüeña negra nos ofrece una delicada silueta, sobre rojas patas de alambre. A sus pies, entre pajas, se remueven tres pollos, de un blanco prístino. Fragilidad y ternura se concitan para que olvidemos el mundo. Colmará el éxtasis el descubrimiento, en el lateral opuesto del peñón, de otras dos nidadas. Si no sabemos para dónde mirar no es, precisamente, porque nos falte qué ver… 

2 comentarios:

  1. Había olvidado el Salto del Gitano, tantos años hace que estuve por allí. En su día supe el canto del Escribano Montesino, pero no sé si ahora lo distinguiría.
    Un beso.

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  2. El escribano montesino, la magia de lo pequeño, en un espacio en que domina lo ciclópeo y la mirada se va hacia el vuelo calmo de los buitres o queda prendida en la esquemática silueta de la cigüeña negra... El Salto del Gitano nos enseña que el paraíso carece de dimensiones precisas, está así en lo grande como en lo diminuto...
    Un abrazo fuerte

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