LA
ARGENTINA QUE VI (1): DESDE EL AIRE, BUENOS AIRES
Era
el 30 de octubre, en 2017, y se me caían los párpados. A duras penas mantenía
abiertos los ojos. Poco habían podido ver, además, durante el vuelo, que duraba
ya doce horas y media. Había cerrado la ventanilla a la luz, que parecía
resistirse a desaparecer a medida que avanzaba una tarde empeñada en no ser
noche.
A 10.000 metros de altitud y casi 1000 km
por hora, nos dirigíamos, desde España, hacia el suroeste, en busca de
Argentina, que está no sólo en América, sino al sur de todas las Américas.
Había entretenido el tiempo y la fatiga en
pensamientos, a veces gratos. Leí de cabo a rabo el periódico, incluidas las
noticias y artículos de opinión sobre Cataluña, pese a que uno de los
alicientes del viaje consistía en olvidar durante algo más de una semana el
monotema. Y había visto una película y luego un documental de naturaleza.
No había dejado pasar una sola de las dos o
tres comidas que nos sirvieron, más por olvidar la monotonía y ganar tiempo al
tiempo que por saciar el hambre o, en menor medida aún, homenajear al paladar.
Pero,
a la postre, terminaba por aburrirme y subía la persiana de la ventanilla para
enfrentarme al mundo de afuera, con la esperanza de que hubiera cambiado. Allí
seguía, sin embargo, el mismo panorama de nubes, blancas y rotas. A través de
sus resquebrajaduras, divisaba, muy abajo, el océano, de un azul oscurecido.
Era como si estuviera viendo un cielo invertido.
Me sentía agotado, paradójicamente de no hacer
nada, como no fuera permanecer en mi asiento o emprender una breve andadura de
pasillo, siempre atento a que una turbulencia me devolviese a mi sitio.
Amodorrado, aún sin dormir del todo, pero
con la consciencia disminuida, llegaba a creer que el avión, baqueteado cuando
encontraba un bache en el aire, era, con su traqueteo, un tren que circulaba
por una llanura interminable. Esa impresión se reforzó cuando, al fin, el sol
alcanzó el ocaso y se perdió entre las sombras. Yo miraba cómo cambiaba de color
el horizonte, que iba pasando de naranja a amarillento, para acabar en finísima
línea de luz.
Y de repente apareció. Su avistamiento me
hizo recordar un poema que, referido a A Coruña, recitaba en mi infancia: “Se
me deran a escoller, eu non sei qué escollería: se entrar na Cruña de noite ou
no ceo de día” (1).
Parecía que todas las luciérnagas del mundo
se hubieran puesto de acuerdo para asistir a una convención. Era un mar de
luminarias que, bajo nosotros, dibujaban cuadrículas ordenadas, en una
infinitud sin límites. Se diría que millones de viviendas encendían al unísono
sus bombillas. Entre ellas había como látigos de fuego, que eran grandes
avenidas o autopistas. Tan sólo el río de la Plata ponía coto a ese dispendio
estético con la oscuridad de sus aguas.
Buenos Aires nos recibía con un gran
espectáculo. El suyo.
(1). “Si me dieran
a escoger, yo no sé qué escogería: si entrar en La Coruña de noche o en el
cielo de día”.
Ay, Juan, no sabes las ganas que tengo de viajar a Buenos Aires. A Argentina en general, pero yo ya me conformo con Buenos Aires.
ResponderEliminarLo hemos intentado un par de veces, pero por unas u otras causas, ha sido imposible.
A ver con la jubilación si se me arregla. Aunque no me gusta dejar nada para ese momento, no va a quedar otro remedio. De momento, te leeré y moriré de envidia.
Preciosos y muy emotivo este primer relato del viaje. Transmites ese espectáculo maravilloso que debió ser contemplar la noche porteña desde el aire.
Solo que no entiendo tanto aburrimiento en el vuelo. ¿No llevabas una buena novela a mano?😜
Un beso.
Llevaba lecturas, pero las había metido en la maleta...
ResponderEliminarEspero que las entradas que siguen refuercen tu interés por viajar a Argentina. Yo he vuelto encantado.
Un abrazo fuerte