LA
ARGENTINA QUE VI (15): EL MERCADO DE SAN TELMO
Entramos
a donde es hace más de un siglo el mercado de San Telmo. Si vais, evitad
entretener la mirada exclusivamente en lo que, alrededor, está a vuestra
altura. Que vaya también al encuentro de una techumbre que de hierro y cristal
hace arte. Metal y vidrio dibujan ahí arriba bóvedas arqueadas o angulares,
claraboyas que llaman a la luz, filigranas de adorno, corredores y estructuras
diversas. Toda una estética de paisaje aéreo que podría acabar en tortícolis o
dolencia de cervicales, si no os sustraéis a debido tiempo a su encanto. Además,
en tierra aguardan a vuestros ojos otras atracciones igual de sabrosas.
Ved la diversidad de puestos que os
flanquean, según avanzáis sobre el suelo enlosado de los dos pisos. Tenéis
todas las carnes que podáis apetecer, y panes y empanadas de buena pinta, y
esas frutas que han dejado de ser exóticas porque éste de América es su sitio, y
peces que a veces no reconoceréis o sí, y barecitos donde hacer un alto y
degustar un café. Aunque lo que para mí vuelve singular este mercado son sus
tiendas de antigüedades.
Sí, es como lo habéis leído. Aquí, en la
cercanía de verduras y naturaleza muerta, han plantado sus reales los anticuarios
(y tiendas de discos, y librerías de segunda mano). Tras las lunas de sus
escaparates, exhiben multitud de objetos que se arraciman en abigarrado montón,
sin nada en común entre sí, como no sea la edad, siempre provecta. Me detengo
ante uno de estos establecimientos y no puedo por menos que tomar nota de lo
que dice un cartel adosado a su cristalera:
“Abrimos cuando venimos,
cerramos cuando nos vamos
y… si viene y no estamos
es que no coincidimos”.
Es uno de tales momentos, porque el local está
pechado a cal y canto, y como éste otros muchos. Por eso echamos en falta el
bullicio y las aglomeraciones propias de las plazas de abastos, con casi nadie
topamos. Otra cosa sería si fuese fin de semana, que es cuando se puebla este
vacío. A mí, sin embargo, esas ausencias, unidas a un cierto destartale y a la
pinta de viejo que flota en el ambiente, me producen la impresión de que me he
introducido en un espacio detenido en el tiempo. Y me gusta.
Cuando voy a las ciudades una d elas cosas que más megusta visitar son los mercados. Lástima que cada vez quedan menos, convertidos la mayoría en acúmulos de bares, tiendas de cosas raras e innecesarias, etc.
ResponderEliminarEse, por lo que cuentas (vidrio y metal), tiene que ser digno de verse.
Un beso.
¡Hay pocos mercados donde se prodiguen tanto las antigüedades! Aparte del edificio, claro...
ResponderEliminarUn abrazo fuerte