A
LA ESPERA DEL LOBO
Al
noroeste de Zamora, donde esa provincia ya casi es Portugal, la Sierra de la
Culebra dibuja la forma sinuosa que le da nombre. Oteamos desde un alto con el
auxilio del telescopio, y aun así el paisaje se vuelve inabarcable. Miremos
donde miremos, se nos escapa el horizonte. Entremedias, hasta vislumbrar
lejanías remotas, se despliegan lomas y llanos, matorrales innúmero, retales de
pradería sembrados para pasto de herbívoros salvajes, alguna arboleda que no
nos estorba la visión. Nadie camina los senderos, ninguna canción llega al oído,
como no sean las que entonan los pájaros. Estamos solos, al acecho del lobo.
Fue primero en un atardecer. El declive
paulatino de la luz hizo más intenso, menos llevadero el frío. Nos encogíamos,
como si así fuésemos a pasarle desapercibidos, estirábamos los gorros en un
vano afán de proteger la cabeza. Pateábamos el suelo, sin ruido por no
espantar un posible avistamiento; alentábamos en las manos, ya no para
calentarlas, sino para evitar que se helasen. A la par, las sombras se iban
apoderando de nuestros ojos, empeñados en adivinar la identidad de lo que
apenas veían, cuánto cuesta darse por vencidos.
Me gustó mucho más el segundo aguardo, que
iniciamos a las seis y media de la mañana. El campo parecía un decorado, al
principio sumido en una semipenumbra, luego alumbrado por una luz lechosa que
anunciaba un amanecer inmediato. Cierto que apenas se entreveía el entorno,
pero sabíamos que todo iría a mejor según transcurriesen no ya las horas, sino
los minutos. Enseguida vino el sol a deshacer incertidumbres y a poner cada
cosa en su lugar. Asomó en lontananza, más rojo que amarillo, como una promesa
de lo que sería el día. De algunos puntos de agua arrancó cortinas de vapor y,
al ascender, nos regaló una caricia tibia, que nos templó.
Escrutamos caminos blancos y vacíos, buscamos
entre el monte bajo un movimiento extraño que dotase de corporeidad a huellas
que se nos habían mostrado kilómetros más allá. Espiamos a venados, por si con
gestos de alarma delataran la presencia del predador. Pero no lo encontramos, y
casi que me alegro de que no haya comparecido en el escenario como actor
principal. Diréis que soy un masoquista, o que no se consuela el que no quiere,
peo no es eso. Me reconforta que la naturaleza siga sin ser un zoo. ¿Y sabéis
qué? Ya volveré.
Hará cerca de cuarenta años, me vi un amanecer de finales de diciembre en la provincia de Zamora, concretamente en Villafáfila, cuando aún se entraba sin controles. Estábamos esperando a que pasaran las bandadas de ánsares o de grullas, no recuerdo bien, para hacer un conteo. Lo que sí recuerdo es que no he pasado más frío en mi vida. Lloré de frío y no es un eufemismo. Tampoco pasaron los ánsares (o las grullas).
ResponderEliminarUn beso.
Yo el mayor frío que pasé fue en el interior de Las Tablas de Daimiel, hace más de 30 años. Nos habían dejado acampar con la condición de levantar la tienda antes de que amaneciera. Era Semana Santa, y entre la heladura nocturna y el griterío de pájaros no tengo consciencia de haber conseguido dormir nada. La recompensa vino después, cómo contar lo que se siente estando prácticamente solos dentro del parque...
EliminarUn abrazo fuerte