domingo, 29 de diciembre de 2024

NETANYAHU, HERODES DE NUESTROS DÍAS

 

NETANYAHU, HERODES DE NUESTROS DÍAS

  

Nunca había oído ese nombre, Hind Rajab. Supe de que existía por la prensa, el pasado febrero, al tiempo que conocía que la así nombrada ya no respondería nunca por más que se la llamase, aunque se elevase mucho la voz.

Era una pequeñita palestina de 5 años que viajaba en coche con sus tíos y cuatro primos (de 15 años la mayor), que huían de Gaza capital en busca de un lugar seguro donde refugiarse. Soldados de Israel abrieron fuego contra el vehículo y dieron muerte a todos sus ocupantes, si bien ella tardó unas horas en fallecer. Miembros de la Media Luna Roja y su propia madre escucharon mientras tanto cómo les suplicaba que acudieran en su auxilio. Por teléfono, les llegaba su angustia. “Ven, recógeme”, les pedía. Tenía hambre y sed, estaba herida, temía a la oscuridad que se avecinaba por entre un fondo de disparos. Cuando el ejército de Israel se retiró, doce días después, atrás quedaba, ya sin vida, Hind Rajab. El automóvil estaba, como sus ocupantes, cosido a tiros. Cerca, dos sanitarios que habían acudido al rescate en una ambulancia, habían sido igualmente acribillados.

Qué difícil resulta poner cara a un número, romper la frialdad de una cifra, visibilizar a quien hay detrás. Digo esto porque he leído que el ejército israelí ha matado ya, cuando aún no terminó diciembre, a 17.000 niños en la franja de Gaza. Detrás de cada uno, de cada una de estas criaturas, hay una historia. La de Hind Rajab (y sus cuatro primos), por ejemplo, es sólo una de ellas.

jueves, 26 de diciembre de 2024

GAZA, UN GENOCIDIO QUE NO CESA


Un ejército ocupa todos los espacios de Gaza. Los cuatro puntos cardinales saben de él, ninguno se libra de su presencia. 45.000 efectivos lo componen cuando aún no ha terminado diciembre de 2024, pero a medida que avanzan los días ese número no para de incrementarse. Desmembrados y sangrantes los más, o reducidos por el hambre y la sed hasta constituirse en pálido reflejo de sí mismos, sus componentes a nadie infundirían miedo. No sólo porque buena parte son niños, que, en lugar de abrir los ojos para descubrir el mundo, los desencajaron ante el horror. Es que, además, sin haber emprendido batalla alguna, todos, familias enteras, han sido derrotados, están muertos. Y, sin embargo, los vencedores ignoran que el poder de estos desdichados radica, precisamente, en su condición de víctimas. No portan balas o bombas como las que los mataron, nunca las llevaron consigo; pero tienen, no obstante, más allá de la vida, mejores armas que enfrentar al asedio o la metralla que terminaron con su existencia: sus historias, inacabadas, una tras otra, por el Estado de Israel. ¿O acaso no nos conmoverán, no nos indignarán esas biografías truncadas, tantas ilusiones rotas? ¿No son suficiente motivo para moverse, para llenar calles y plazas, exigir el cese de la matanza y aislar y conducir ante el Tribunal Penal Internacional a los verdugos, ésos que, cuando hablan de animales humanos para referirse a los palestinos que masacran, lo dicen situados ante un espejo que los refleja?