NO, ESTO NO ES UNA GUERRA
Omar, de 9 años, se
esfuerza en mantener cerrados los ojos durante tiempo y tiempo. No es que no
quiera ver algo, sino justamente lo contrario: intenta desesperadamente que no
se borren de su mente las imágenes de sus padres y su hermano gemelo. La
memoria es el único lugar en que los podrá hallar en adelante. Fuera de sí, en
el mundo real, ya no podrá encontrarlos. El ejército israelí se los ha
arrebatado para siempre, lo han dejado huérfano y, a la vez, lo ha privado de
ese otro ser que era igual a él. Omar es un superviviente sólo porque no hay una
palabra que nombre a los muertos en vida. Como esos otros que, pobrecitos, entablan,
alucinados, perdidos, conversaciones con sus familiares, que ya jamás responderán
a sus voces. Ocurre, también, en Gaza. Debe de hacérseles imposible que no
estén, que haya desaparecido el oído que los escuchaba, la mano a la que
aferrarse, una reconvención o una sonrisa: todo lo que un niño necesita y de lo
que una bomba, un misil, disparos de soldados de Israel les han despojado al
matar a sus padres. A veces, los militares de Netanyahu y los suyos se meten
incluso en los sueños de los pequeños de la Franja para convertirlos en
pesadillas. Cuenta la madre de una de estas criaturas que su hijita grita a
menudo cuando despierta y corre despavorida por la casa, y es que, dormida, se
ha visto sepultada bajo los cascotes a que cree reducida su casa. ¡Ha contemplado
tanta destrucción en su entorno, que imagina que ya le ha llegado el turno a
ella! ¿Y qué decir de otro niño del que informa la cadena Al Jazeera? Está
preocupado. Quiere jugar al balón, y no puede. ¿Le crecerá el brazo que le han
amputado como consecuencia de las heridas de un ataque israelí?, pregunta.
¡Necesita los dos!
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