domingo, 23 de diciembre de 2012


MUNIELLOS, GUARDIÁN DE SUEÑOS (SEGUNDA PARTE)

¡Si se nos apareciera el oso...! El guarda del bosque de Muniellos acababa de decirnos que le había desbaratado las colmenas en cinco ocasiones y noté en la mirada de Beatriz lo mismo que ella debía de estar percibiendo en la mía, la esperanza de que aquel día nos deparase un encuentro afortunado. No queriendo retrasar un punto esas expectativas, nos adentramos en la fronda. Enseguida todo fue un pasillo alfombrado de hierba, mullido por hojas amarillas, sinuoso entre una vegetación desbordante. Desde entonces, siempre nos sentimos en compañía de los árboles.
   A veces, unían sus ramas en la altura para formar una bóveda sombría y húmeda, y demorábamos el paso y experimentábamos una agradable sensación de frescura. Verdaderas esculturas vivientes, asimilables a seres existentes, unas, o caprichosas concesiones a la imaginación, las más, salían de la espesura a retener nuestra prisa. La figura decadente de algún tronco seco nos remitía a la herida del rayo, en una noche de resplandores y bramidos.
   Como contrapunto a esa feracidad, aparecían de cuando en cuando calveros de piedras, recalentados por el sol y estériles. Pero enseguida el bosque volvía por sus fueros y lo invadía todo, dejando solo libre la senda, y con reparos, pues árboles caídos obstaculizaban el camino y nos obligaban a practicar rudimentarias escaladas.
   Atravesamos elementales puentes de madera. Desde uno de ellos, que solo ofrecía como soporte para manos y pies dos travesaños paralelos y aéreos, Beatriz orientó mis ojos hacia el riachuelo, casi sedentario bajo nuestras figuras colgantes: la silueta de una trucha se dibujaba, huidiza, sobre el lecho de arena.
   Fuimos subiendo alturas y perdiendo sombra. Ya muy arriba, la vista ganaba en profundidad y lejanía. Un manto de robles crecía como hierba, reverdeciendo laderas, valles, lomos de montañas que se sucedían hasta más allá del horizonte.
   La primera laguna nos sorprendió tras una revuelta del sendero. Surgió sin previo aviso, cobijada en la base de un circo rocoso, embellecida por una pequeña isla verde. Creo recordar que en sus aguas calmas flotaban nenúfares. Nos dejamos caer en un espacio libre de arándanos y, mientras comíamos frugalmente, yo traté de poblar la soledad de aquel paraje con relatos legendarios de osos merodeadores, de ciervos que braman su celo, de manadas de lobos al acecho.
    Describía con un entusiasmo matizado por la fatiga cuando observé que los ojos de Beatriz se mantenían abiertos únicamente por un denodado esfuerzo de su voluntad. Entonces recordé lo aprendido en una de las coplas andaluzas de la rueda. Por si estaba soñando conmigo, la acuné con mi silencio y la dejé dormir.


NOTA- Ojo, nadie entra en Muniellos sin autorización escrita.

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