domingo, 16 de diciembre de 2012


UNA LECCIÓN AFRICANA

A veces sale de mi memoria un hombre azul. Está ahí desde hace tiempo. Un día de verano apareció en la puerta de una casa, en un poblado aislado en medio de la nada. A cambio de 25 dirhams, nos sirvió de guía por caminos que eran solo rodadas de vehículos dibujadas en la tierra, entre camellos que pastaban una hierba invisible. Nos enseñó a no embarrancar cuando topábamos con la arena, y si, pese a sus orientaciones, el coche quedaba atrapado, siempre era el primero en ponerse a liberar las ruedas. Gracias a su auxilio, logramos alcanzar las dunas doradas de Merzouga (Marruecos) y salir luego de aquel territorio desértico. La casualidad quiso que, al despedirnos, encontrásemos a unos amigos catalanes que iban a hacer el recorrido inverso y que lo contrataron cuando nosotros lo dejamos. Todavía lo estoy viendo, diciéndonos adiós con la mano y esbozando una  sonrisa en sus dientes cariados.
   Algunos volvieron un año después y a su retorno a España refirieron que habían contado de nuevo con sus servicios. Los llevó, durante una semana, a lugares recónditos, inexplorados por los turistas, que los cautivaron. Al culminar aquel periplo prodigioso, se dieron cuenta de que habían cometido un error, pues no habían concertado el dinero que habrían de darle, y, por tanto, podría pedirles lo que quisiera. Su sorpresa fue mayúscula porque, al preguntarle a cuánto ascendía lo que debían pagarle, les contestó que nada, pues los consideraba sus amigos.
   En vano arguyeron que aquel era su único medio de vida. Cuando se convencieron, tras mucho insistir, de que no iba a admitir un solo dirham por su trabajo, sacaron del coche las maletas, las abrieron y le rogaron que tomara cuanto apeteciera, pero obtuvieron la misma respuesta, un no cortés y afectivo.    
   Fue uno de esos momentos en que te apetece franquear tu puerta y darlo todo. Justo lo contrario de lo que se está haciendo ahora con quienes llegan aquí sin más equipaje que su esperanza.

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