miércoles, 24 de abril de 2013


MEMORIA DE UN SUSTO

Estábamos vestidos de militares, aunque éramos civiles, estudiantes que íbamos a actuar. La obra, “Escuadra hacia la muerte”, de Alfonso Sastre, conllevaba un riesgo: vivíamos bajo la dictadura del general Franco y la protagonizaba un pelotón de castigo. Del ambiente opresivo que se recreaba solo podía concluirse un grito de libertad, aunque se manifestara subliminalmente.
   Recién acabado el ensayo general previo a la representación, habíamos salido a refrescarnos del agobio de los focos a la puerta del local.
   - Mira que si apareciese la policía militar...
   Lo había dicho alguno de nosotros. Los demás miramos con cierta aprensión hacia donde la calle se doblaba en una esquina. Y pareció cosa de magia, porque al momento irrumpieron en ese punto dos sujetos (sujetazos, pues eran grandísimos) inequívocamente ataviados como policías militares de patrulla.
   Enmudecimos todos, y quiero creer que a los otros sucedió como a mí, que detuve hasta el pensamiento, por no dejar traslucir expresión ninguna que me diferenciara de una estatua. Sobre todo porque de inmediato vinieron hacia nosotros. Enseguida rompieron el silencio dos taconazos parejos al saludo marcial con que se dirigieron a quien lucía en su uniforme enseñas de suboficial.
   - ¡A sus órdenes, mi sargento!, dijeron sus voces, tan superpuestas que fueron una sola.
   - Bajen, bajen la mano- respondió el interpelado, aparentando condescendencia.
   Podían haber seguido su camino, pero no lo hicieron. Abrieron un bloc que llevaban, enarbolaron un bolígrafo y reclamaron nuestros datos, los de quienes vestíamos de soldados rasos. Solo entonces reparamos en lo que sin duda ellos ya habían advertido nada más vernos: estábamos destocados, nos faltaba la gorra de reglamento, preceptiva para el decoro militar. Y se proponían denunciarnos.
   Hubo un instante de perplejidad y de susto general. Hasta que alguien confesó la verdad: únicamente éramos actores. Entonces, la estupefacción cambió de bando, solo que si en nosotros se había mezclado con el miedo, en ellos se amalgamaba con una perceptible sensación de ridículo.
   Cuando lograron farfullar unas palabras, solo acertaron a señalar que no podíamos estar en la calle uniformados.

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