lunes, 15 de diciembre de 2014

BRUSELAS (1): LA GRAND PLACE

Estaba fría, pero era bella, el primer fin de semana de diciembre, la capital belga. El sábado fue de sol y el domingo llovió casi sin parar, con una intensidad que iba del orballo al aguacero, y un aire gélido, que hacía flamear banderas y hurgaba en los huesos de los viandantes.
   Si por mí fuera, no habría dejado de pisar el adoquinado de la Grand Place. Es de una hermosura imposible, que, desde el arte, habla del poder y de la gloria. Aun no siendo de dimensiones escasas, la grandeza que anuncia su nombre no le viene de su tamaño, sino, me parece a mí, de la magnificencia de los edificios que establecen sus límites. Por los cuatro costados se levantan construcciones palaciegas o soberbias mansiones de piedra. En las fachadas hay una armonía de ventanales verticales, series de arcos ojivales, un sinfín de esculturas antropomorfas, que en ocasiones dibujan frisos. Y, presidiendo el conjunto, prendiendo la mirada, la filigrana de una torre gótica busca el cielo y lo encuentra, de tan alto que sube.
   A las cinco, se acababa la tarde y se venía la noche, pero no cesaba la Grand Place de ejercer su poder de atracción. Simplemente, cambiaba de motivo. Enseguida la luz se combinaba con la música, que era clásica. A sus compases, variaba, al unísono, el color de los monumentos, que la iluminación vestía por entero de malva, de carmesí, de verde, arrancando entre los espectadores flashes de móviles y exclamaciones ahogadas de un júbilo que nacía de la admiración.
   De día o de noche, era difícil sustraerse a su embrujo, por más que valiera la pena perderse en las callecitas aledañas. Siempre atestadas de gente,  nos conducían a lugares que parecían hechos a medida de los mercadillos surgidos a su amparo. Husmeábamos entre los puestos del dedicado a antigüedades, sin querer nada en concreto, solo por ver qué nos salía al paso; si su precio no nos disuadiese, tal vez podríamos apetecer de una figura de belén en los tenderetes navideños que, en otro punto, nos llaman, como ecos de tiempos de infancia. Dejándonos conducir, en fin, a donde el olfato nos lleve, llegamos a casetas que se multiplican para tentar al paladar con efluvios de comida callejera.
   Pero siempre acabamos por volver a la Grand Place, y es curioso, porque los ojos no se cansan, en cada ocasión, de descubrir algo nuevo, o, si no, de recrearse en lo ya conocido… 

1 comentario:

  1. Estuve hace tantos años... que no recuerdo cuanrtos años hace, pero mi impresión fue la misma: es tan bella la plaza que no puedes dejar de mirar. Te pones nervioso porque quieres verlo todo sin dejar de ver nada.
    La diferencia es que yo estuve en verano. tengo ganas de volver.

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