domingo, 1 de noviembre de 2015

MAMÁ ÁFRICA (18): LA NOCHE DE LOS COCODRILOS

Ni en mis peores pesadillas me encontraba yo tan cerca de un bicho como aquél. Y, menos aún, había llegado a esa situación por haberla buscado.
    Ésta es una crónica del miedo (hablo por mí, claro). Era noche cerrada en el lago de Guma, y en mis recuerdos falta la luna. Un cañón de luz barría las riberas, taladrando la oscuridad a su paso. Navegábamos en una barca a motor, embutidos en chalecos salvavidas, sentados sobre bancos, en cubierta, amantados contra el frío y con los ojos muy abiertos.
   Un guía nativo manejaba simultáneamente, desde la popa, el timón y el foco. Nos había tocado un estajanovista, que estiraba la hora de su contrato y no parecía darse por conforme si no nos salía al encuentro un cocodrilo más, o si, aun sucediendo un nuevo avistamiento, estaba el animal muy allá. Tal era su afán por que lo viéramos bien que, para que ninguna de sus particularidades se nos escapase, no se contentaba con aproximar la barca a la ribera, ni siquiera aunque llegara a rozarla, sino que, literalmente, empotraba la proa entre los papiros que crecían a su amparo. A veces le costaba, luego, dando marcha atrás, desincrustarla y retroceder hacia el centro de la corriente. El saurio localizado hacía, generalmente, mutis por el foro, pero no era muy tranquilizador suponer que quizás su desaparición no implicase mucho alejamiento.
   Como en un complemento para goce de amantes de emociones fuertes, a ratos se paraba el motor, o lo apagaban. Pensé las primeras veces que se trataba de evitar un calentamiento excesivo del engranaje, o que tal vez estuviese algo averiado. No sé si me tranquilizó averiguar que las algas u otras plantas acuáticas se enredaban en las hélices y era imprescindible detenerse para que el barquero las limpiara. Siempre me inquietaba, en todo caso, cómo reanudaba la marcha. No solía arrancar a la primera, renqueaba, como con tos de mecanismo acatarrado, sembrando la duda de si volvería a funcionar o no. Quedarnos una noche en medio de un espacio infestado de cocodrilos, y también de hipopótamos, era un panorama que no me seducía especialmente.
   Un coro de voces, que en un primer momento no sabemos de dónde vienen ni qué las motiva, irrumpe en el silencio con siniestros alaridos. Y ni aun cuando se nos aclare que son aves, ibis que protestan el haz de luz que sobrevuela su dormidero, consigo sustraerme a la tétrica desazón que siento.
   Sin embargo, me aguarda, todavía, la fascinación del mal. En una orilla, apareció un saurio tan grande que resultaba difícil diferenciarlo de su entorno verde. Parecía, dormido y quieto, una monstruosa estatua en jade de sí mismo. El guía encalló, solícito, la lancha al pie del ribazo donde descansaba, y así quedamos por debajo de él, y yo pensé que a su merced. Pero debía de estar bien comido y su digestión ser pesada y profundo su sueño, porque no movió un músculo, ni abrió un ojo. Y dejó que lo admiráramos, confieso que por más tiempo del que yo quisiera.

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