MAMÁ
ÁFRICA (18): LA NOCHE DE LOS COCODRILOS
Ni
en mis peores pesadillas me encontraba yo tan cerca de un bicho como aquél. Y,
menos aún, había llegado a esa situación por haberla buscado.
Ésta
es una crónica del miedo (hablo por mí, claro). Era noche cerrada en el lago de
Guma, y en mis recuerdos falta la luna. Un cañón de luz barría las riberas,
taladrando la oscuridad a su paso. Navegábamos en una barca a motor, embutidos
en chalecos salvavidas, sentados sobre bancos, en cubierta, amantados contra el
frío y con los ojos muy abiertos.
Un guía nativo manejaba simultáneamente,
desde la popa, el timón y el foco. Nos había tocado un estajanovista, que
estiraba la hora de su contrato y no parecía darse por conforme si no nos salía
al encuentro un cocodrilo más, o si, aun sucediendo un nuevo avistamiento, estaba el
animal muy allá. Tal era su afán por que lo viéramos bien que, para que ninguna
de sus particularidades se nos escapase, no se contentaba con aproximar la
barca a la ribera, ni siquiera aunque llegara a rozarla, sino que,
literalmente, empotraba la proa entre los papiros que crecían a su amparo. A
veces le costaba, luego, dando marcha atrás, desincrustarla y retroceder hacia
el centro de la corriente. El saurio localizado hacía, generalmente, mutis por
el foro, pero no era muy tranquilizador suponer que quizás su desaparición no
implicase mucho alejamiento.
Como en un complemento para goce de amantes
de emociones fuertes, a ratos se paraba el motor, o lo apagaban. Pensé las
primeras veces que se trataba de evitar un calentamiento excesivo del engranaje,
o que tal vez estuviese algo averiado. No sé si me tranquilizó averiguar que
las algas u otras plantas acuáticas se enredaban en las hélices y era
imprescindible detenerse para que el barquero las limpiara. Siempre me
inquietaba, en todo caso, cómo reanudaba la marcha. No solía arrancar a la
primera, renqueaba, como con tos de mecanismo acatarrado, sembrando la duda de
si volvería a funcionar o no. Quedarnos una noche en medio de un espacio
infestado de cocodrilos, y también de hipopótamos, era un panorama que no me
seducía especialmente.
Un coro de voces, que en un primer momento no
sabemos de dónde vienen ni qué las motiva, irrumpe en el silencio con
siniestros alaridos. Y ni aun cuando se nos aclare que son aves, ibis que
protestan el haz de luz que sobrevuela su dormidero, consigo sustraerme a la tétrica
desazón que siento.
Sin embargo, me aguarda, todavía, la
fascinación del mal. En una orilla, apareció un saurio tan grande que resultaba
difícil diferenciarlo de su entorno verde. Parecía, dormido y quieto, una
monstruosa estatua en jade de sí mismo. El guía encalló, solícito, la lancha al
pie del ribazo donde descansaba, y así quedamos por debajo de él, y yo pensé que
a su merced. Pero debía de estar bien comido y su digestión ser pesada y
profundo su sueño, porque no movió un músculo, ni abrió un ojo. Y dejó que lo
admiráramos, confieso que por más tiempo del que yo quisiera.
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