“POR
EE UU (22): LA VISIBILIDAD DE LA MISERIA”
Desde
detrás de una cristalera, miro a la calle, en San Francisco. Veo una boca de
metro y cerca un cubo de la basura. Sobre la tapa, hay una lata de un refresco,
que alguien no se ha molestado en meter dentro. Un indigente se aproxima. Debe
de ser el mismo que ayer extendía una mano pedigüeña a los transeúntes. Se
recostaba en el murete que delimitaba la entrada al suburbano, al lado de un
cartel que nadie se paraba a leer. Decía: “Si no me dais nada, dejadme al menos
una sonrisa”.
El mendigo coge el recipiente y por un momento
pienso que va a poner remedio a la falta de civismo de quien lo dejó allí. Sin
embargo, lo que hace es agitarlo en el aire, tal vez para comprobar que no está
vacío del todo. No percibo el ruido del líquido al chocar contra el metal, pero
cuando se lleva a la boca el envase y sorbe con avidez es como si lo hubiera
oído.
A continuación abre el contenedor y hurga dentro
un instante. Al pronto, extrae un vaso de plástico, que ha debido caer de pie,
sin derramar el resto de café que aún contiene. Quien se deshizo de él no lo
apuró hasta la última gota, porque si así fuera no se lo estaría bebiendo ahora
el vagabundo.
Pasa, entre los viandantes, un hombre que
fuma. O mejor sería decir que ha fumado, porque entre sus dedos sólo humea la
mínima expresión de una colilla. Mira en torno, como buscando un cenicero dónde
depositar ese desecho, y se lo da al mendigo. Éste lo sujeta entre pulgar y el
índice y se lo lleva a los labios. Lo apurra, en dos o tres caladas imposibles.
A efectos de esas aspiraciones, brilla, intermitente, reavivado como un tizón
encendido, el extremo que queda del cigarrillo.
Un ejército
de seres desvalidos puebla las calles de San Francisco –y de otras ciudades de los Estados Unidos-,
las habita. Algunos han perdido la razón. Caminas por la acera y de repente te
sobresalta un discurso hecho de gritos enfebrecidos que seguramente no van
dirigidos a ti, ni acaso a nadie. En cualquier esquina, peroran sin ton ni son
mentes dislocadas, como si, inopinadamente, sin saber por qué, les hubiera
saltado un resorte que las impulsara a vociferar.
La mayoría, ni siquiera tiende la mano en
solicitud de unas monedas. Tal vez porque, si tal hicieran, se arriesgarían a
perder la exigua ayuda que, en forma de bonos que intercambiar por comida,
reciben de la administración pública. Me pongo en su lugar y me entra frío.
En San Francisco especialmente se ve mucha miseria por las calles. En todo Estados Unidos un porcentaje no desdeñable de gente vive del cheque de la Seguridad Social o de esos bonos que dan Ayuntamientos y otras instituciones; mucha gente vive en casas que son en realidad roulottes o casetas de las de las obras. Y en los estados del sur, aún es peor. Tanta obesidad conviviendo con tanta necesidad, aunque a veces, se ven juntas en la misma persona.
ResponderEliminarY ahora, el panorama que se presenta no es demasiado alentador.
Un beso.
Da qué pensar, Rosa...
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