LOS
SECUNDARIOS DEL LOBO
Nos
lo habían sugerido y nosotros seguimos a rajatabla la recomendación: “No subáis
de 40 km/hora y llevad las luces largas”.
Ciertamente, la carretera no daba para
muchas alegrías, y menos aún en la cercanía del anochecer o a la luz todavía en
ciernes del alba. Decaía el firme, a menudo una curva sólo dejaba de ser para
que se iniciara la siguiente, y la vegetación amenazaba con tragarse la
estrechez de la calzada. Y, sin embargo, había un motivo aún mayor para tensar la mirada y no pisar el acelerador: no
éramos los únicos que transitábamos el
entorno de la Sierra de la Culebra a horas tan intempestivas.
Querenciosa del asfalto, la fauna del lugar
se dejaba ver de cuando en cuando a la luz de los focos, que la sacaba de las
tinieblas. Protagonizaban entonces los animales salvajes escenas de huida, que
siempre terminaban bien, pues de esos finales felices ya nos encargábamos
nosotros, aunque nos lo pusieran difícil.
Se llevaban la palma fugitiva las perdices,
por cómo nos escapaban. Casi esbeltas de puro erguidas, corrían sin mesura delante
del automóvil. Como si hiciesen gala de un extraño pundonor, o de un exacerbado
sentido de la competitividad, ponían todo su esfuerzo en no ser alcanzadas, y
no en ocultarse a los faros que tenían a sus espaldas. Incomprensiblemente, no
hacían un quiebro en su carrera para emboscarse entre la frondosidad de los
matorrales. Y parecían asimismo olvidadas de que a su ser de aves convenía más
el aire que el suelo para la huida.
Sentados en la vía, muy quietos, esperaban los
chotacabras a que el morro del coche casi los tocara para transformarse en
pájaros de alas alocadas y vuelo espasmódico, como desnortado. Hasta entonces
sólo los había conocido como protagonistas de la leyenda que les atribuía mamar
de las ubres de ovejas o cabras. Muy creída debió ser esa fabulación, para que
le deban nombre tan equívoco. Mala fama la de esta ave, que si se aproxima a
los apriscos es para tragarse los insectos que atosigan al ganado.
Somos un peligro para muchos seres, y menos
mal que lo sabemos. Un gazapo saltimbanqui aparece en lo que sería una cuneta,
si la hubiera, para inspirarnos ternura. Le damos un susto de muerte. Se le
nota desorientado, perdido, sin saber a qué atenerse ante un encuentro que lo
sobrepasa. Qué de preguntas no se haría, si no fuera un puro nervio, al
vérselas con un coche, aunque se trate del nuestro, que acomoda su velocidad a
la suya, o la aminora.
Estábamos todavía celebrando no haberlo
atropellado cuando ahogamos un grito ante la imagen que durante unos segundos
nos descubren los faros. Subrepticia y taimada, como una sombra sorprendida por
la luz, una marta ha cruzado la carretera a unos diez metros de distancia.
Juraría que no nos ha prestado la atención que nosotros le dedicamos. Nos
hacemos lenguas de su cola ancha y más larga, y qué patas tan cortas, era como
si caminase arrastrándose.
Y luego fueron los ciervos, que de repente
irrumpían, imprevisibles, ante nosotros, presas de una atracción que podría
resultarles fatal, de no ser por la extremada precaución con que conducíamos.
Más de uno hubo, y algún corzo que también se entrometía, que nos debe la vida.
Lo único que hubiera compensado el esfuerzo continuo por verlos y no
embestirlos hubiera sido que tras ellos se viniera el lobo a reclamar su papel
protagonista ante los focos, pero quién sabe dónde andaría. En este marco
natural, tuvimos que conformarnos con los personajes secundarios y dejar para
otra ocasión al principal. Y hay que reconocer que no nos fue mal.
tendréis que seguir dando vueltas. Los personajes principales suelen hacerse de rogar y el lobo no va a ser menos. Se sabe importante y está resentido por el trato recibido. Os exigirá un esfuerzo antes de recompensaros con su presencia majestuosa.
ResponderEliminarUn beso.
No cejaré en el empeño. Y si no me lo encuentro , casi será como si lo hiciera. Seguir sus huellas, compartir su espacio, observar a sus presas, es ya una forma de verlo...
EliminarUn abrazo fuerte