miércoles, 30 de octubre de 2013

VALLE DE SOMIEDO

Hay paisajes que nos dejan una impronta mayor  que la huella que nosotros imprimimos en la tierra cuando los transitamos, pues esta desaparecerá, en tanto que aquella permanece siempre en nosotros. Así me sucede a mí con el Valle de Somiedo.
   La última ocasión que lo anduve, soplaba el viento como si quisiera arrancarnos del suelo  y transformarnos en aves. Nutridos rebaños de nubes viajaban en dirección opuesta a la nuestra, con tanta prisa que se llevaban consigo toda su lluvia.
    Pronto estuvimos entre dos espacios cuyos topónimos parecían jugar con las palabras, el Valle del Lago y el Lago del Valle. El primero nombra a una aldea que parece más de lo que es, porque, aunque escasa en anchura, se alarga un buen trecho orillando la vereda que le sirve de calle. Por encima de los techos bajos de las casas, la mirada  escala el enorme farallón que protege al pueblo  y lo abriga de nortes.
   Al salir de sus límites, caminamos por un ancho valle, que costean dos sierras. La de la derecha se tupe de arbolado, juraría que hayedos bajos. La que se eleva a la izquierda se desnuda de bosque y desprendió en el pasado considerables fragmentos de sí misma, peñascos diseminados por la planicie, a menudo coronados de arbustos.
   Desde el llano a las cumbres, nada hay que no sea verde, intenso y limpio.
   Las vacas son del color de los ciervos y están por todas partes, libres de trabas en  pastos que son comunales. Levantan la testuz a nuestro paso y nos afrontan entre desconfiadas y pensativas. Vagarán sueltas hasta que lleguen las nieves, con la única servidumbre de ceder su leche al pastor cuando suba a caballo al atardecer.
   De cuando en cuando, rústicas chozas de piedra techadas de escoba o de brezo nos tientan, ofreciendo refugio contra la ventisca. Son pallozas, antiguas habitaciones de pastores, y hay muchas, siempre solas. Semejan ser un elemento más de la naturaleza, hasta tal punto se mimetizan con el entorno.
   Si encaramos con los prismáticos las faldas de las montañas, a veces nos traen manadas de rebecos, que ramonean la hierba y desprecian los abismos al paso de las horas. Prudentes, buscan espesuras protectoras, al sentirse observados.
   La existencia de cuevas abiertas en las laderas anima nuestra fabulación. Podrían ser en el invierno encame de osos, que estamos en su territorio, o en los salientes anidar el águila real. Un alimoche, con el plumaje parduzco del todavía inmaduro, interfiere, de pronto, en nuestras suposiciones.
   Llegamos a la cubeta del glaciar que originó el valle. Al fin, las dos cadenas de montañas, que hasta ahora han ido paralelas, se encuentran y configuran el bello espectáculo de un circo perfecto, receptáculo imponente del mayor lago de Asturias, el Lago del Valle. En sus aguas, que ondula la tempestad, se encierra el secreto de una isla verde. De su seno, salen cuatro azulones a combatir atrevidamente el vendaval. Saciamos la sed en un manantial que nos trae transparencias de otras épocas.
    

    

3 comentarios:

  1. !!MARAVILLOSO, JUAN!!!! Es un paseo por Somiedo precioso y poético, !qué bien escribes! Con tu blog, se viaja, se reflexiona, se aprende gastronomía......... Gracias por ofrecernos tantas cosas. Un beso

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  2. Hola Freire:
    Me encantó tus palabras, y como no, me interesé por conocer este maravilloso valle tras tan bella y dulce narración sobre lo mismo.

    Hoy es jueves 31/10, lunes abriré tu blog en la siesta del colegio donde trabajo para leer tu narración como si fuera un cuento para los niñ@s que estén presente, porque me imagino que a ellos les pasará lo mismo que a mí. He viajo sin salir del sitio con imaginaciones fabulosas que nacían en mi cabeza mientra leía el escrito por ti.

    Creo que esta clase de lectura son las que hacen con que un niñ@ tenga gusto por la literatura, y hay que fomentarla, hay que hacerlas conocer. Gracias

    Leci

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