sábado, 2 de noviembre de 2013

HISTORIA CON CABRA, QUE ALGO ENSEÑA

Parece talmente un chiste. Me lo contaron hace algunos años. Es una de esas cosas que, de no ser porque a veces la realidad supera a la ficción, uno tendría por imposibles.
   Situaos en un instituto de un tiempo ya muy ido. Por aquel entonces, se impartía la enseñanza en jornada partida, esto es, el horario abarcaba la mañana y primeras horas de la tarde.
   La clase era de Filosofía; el profesor, avezado, de edad mediana, dotado de un sentido de la ironía que en ocasiones devenía en sarcasmo (solo el hecho de no estar en Galicia me priva de hablar de retranca). Los alumnos lo eran a su pesar, al de ellos y también al de su maestro, que a duras penas conseguía (¿lo conseguía?) sobreponer un discurso razonado a la algarabía con que lo recibían aquellas buenas piezas, que siempre estaban a lo suyo, sin que las aplacara siquiera que la hora fuese propicia para el sopor de una siesta.
   El día de autos el docente percibió en medio de la habitual barahúnda un sonido desacostumbrado y detuvo sus explicaciones. Había llegado a sus oídos, nítida, inconfundible, la voz de una cabra.
   Sus ojos buscaron a Pérez (nombre supuesto), quien gustaba de imitar ya fueran cantos de aves, ya el croar de una rana o algún desaforado rebuzno. La muestra de tales habilidades lo conducía inexorablemente fuera del aula, si bien es cierto que, en ocasiones, su mentor se conformaba con dirigirle un comentario mordaz.
   Pérez estaba sentado donde solía, pero no era quien emitía aquel ruido, y no porque  no fuese capaz de alcanzar tal nivel de perfección, que ese virtuosismo se le reconocía, sino porque seguía oyéndose el balido no obstante mantener él la boca cerrada. Sus compañeros sí abrían las fauces, pero para reír a mandíbula batiente, de modo que tampoco entre ellos se encontraba el infractor, y al profesor no le quedó otro remedio que seguir con sus averiguaciones.
   Una somera indagación lo condujo hasta un armario que, al abrirlo, descubrió a una cabra verdadera en su interior. Cuando volvió la vista a los alumnos, todos lo miraban con el gesto avieso de quien sabe que ha traspasado los límites de una trastada. Algunos se ofrecieron a devolver al animal al aire libre.
   “No será necesario”, respondió el profesor, sin inmutarse, como si aquella insólita presencia fuese lo más natural del mundo. “A fin de cuentas –añadió enseguida- no creo que obtenga menos beneficio de la clase que quienes la habéis introducido aquí”.
   Y retornó de inmediato a  perorar sobre Platón y su Mito de la caverna.
   Quizás ninguno de aquellos estudiantes recibió en su vida lección de filosofía semejante.

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