miércoles, 27 de noviembre de 2013

ANÉCDOTA CLANDESTINA

Probablemente estaríamos en la segunda mitad de los años 60. No sé si íbamos a organizar una manifestación contra la guerra del Vietnam, a favor de las libertades o solidaria con los mineros asturianos. En cualquier caso, a aquellas primeras horas de la tarde yo me dirigía a una reunión ilegal.
   Eran tiempos clandestinos, en los que la palabra libertad se consideraba subversiva y se prohibían los derechos ciudadanos. Todavía le quedaban al dictador Francisco Franco unos años de vida. Detrás de cada farola acechaba un policía, y a veces dos. En las prisiones, se encarcelaba a las ideas.
   Un cónclave como el que nos disponíamos a celebrar podía traer consigo, si éramos descubiertos, varios años de encierro. Así que toda precaución era poca. Me veo entonces agachándome a atar un zapato que no se había desatado, solo por mirar de reojo hacia atrás; o acaso fingía observar un escaparate, cuyo cristal reflejase la presencia de algún sospechoso a mis espaldas. Extremábamos las normas de seguridad, sobre todo cuando acudíamos al encuentro de otros, pues en tal caso el descuido no repercutiría solo en nosotros.
   Incluso a amistades muy cercanas las manteníamos al margen de nuestras actividades. De ahí que no me sintiese especialmente feliz cuando, aquel día,  me tropecé con Amanda (que en la vida real tiene otro nombre). Solíamos participar en una tertulia de estudiantes universitarios, adonde ella se dirigía.
   Enseguida me preguntó qué hacía yo, yendo en dirección contraria a la que supuestamente debía tomar, que era la suya. En aquel momento pensé únicamente que no podía confesarle la verdad, y contesté lo primero que se me ocurrió. Me dolía una muela e iba a una farmacia, en busca de remedio. Ella abandonó su risa de momentos antes, esbozó un gesto compungido y dijo lo que menos quería yo oír, “Venga, voy contigo”, para, a renglón seguido, colgarse de mi brazo y tirar de mí, como si tratara de evitar que yo saliera corriendo.
   La conocía de sobra como para saber que cualquier negativa mía a que me acompañara se estrellaría contra un muro, salvo si le confesaba a donde iba en realidad. “Llegarás tarde a la tertulia”, farfullé débilmente, sin ninguna convicción, y me dejé arrastrar, echando una ojeada disimulada al reloj. El que iba a retrasarse era yo, y temía la inquietud que eso produciría en mis compañeros.
   Y sin embargo, todavía lo peor estaba por venir. Yo pedí en la farmacia un calmante suave, y ella se empeñó en que fuera fuerte (y más caro, por ende). Quise meterlo en el bolsillo maquinando deshacerme de él por el camino y me urgió a ingerirlo allí mismo, para que me hiciera efecto cuanto antes. Y no me valió de nada la excusa de que necesitaba agua para tragarlo, porque halló inopinado apoyo en la boticaria, que, sin demora, me plantó delante un vaso lleno a rebosar.
   Al fin, conseguí que se fuese ella a la tertulia y corrí yo a la reunión. Seguramente me salvó de quedarme dormido por el camino lo nervioso que me puso que eso pudiera sucederme. Tras contar a mis camaradas, que ya estaban preocupados, lo que me había sucedido, me recosté blandamente en un sillón y me quedé grogui.
   Recuerdo haber soñado que Amanda estaba entre nosotros, como una más. Y que ese era, justamente, su nombre de guerra.

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