jueves, 15 de septiembre de 2016

“POR EE UU (7): OJO CON EL ESPAÑOL”

Me sucedió en un pequeño restaurante autoservicio. No recuerdo si confundimos la entrada con la salida y nos llamaron la atención o si, simplemente, quisimos preguntar algo a una empleada.  Es posible que ella tuviera un mal día aquella mañana, aunque tampoco puede descartarse que fuese de natural hosco y poco dada a la amabilidad. Sea como fuere, no hizo gala de ningún buen talante. Y a mí se me ocurrió comentar, sin dirigirme a ella, pero en voz no tan baja que no me oyera, que vaya mal humor que se gastaba. Comprendí al punto que me había entendido perfectamente al ver cómo me miraba y acto seguido intercambiaba unas palabras con otra dependienta. Hablaba en inglés, pero “mal humor” lo dijo en español. No parecía nada contenta. Yo, si he de ser sincero, no sentí ningún rubor. Lo que sí me hubiera gustado es saber qué le contaba a su compañera. Ésta se reía, ignoro si de mi lapsus o de su enfado.
    Por lo demás, lo mejor del sitio no era, desde luego, la comida, rápida y con mucho condimento de añadidura. Pero las mesas estaban al aire libre y las vistas parecían extraídas de una película. Ni los cuervos que graznaban desde el tejado del local, y que por cierto estaban de buen año, gozaban de mejor perspectiva que nosotros.
   El promontorio que nos acogía nos elevaba majestuosamente sobre el cañón del Colorado y lograba que pasase a segundo plano la calidad del yantar. No conseguía el cielo, que estaba rabioso de azul, que lo reflejase el agua. Mimetizada con la base de los farallones que la encajonaban, adoptaba la corriente una tonalidad terrosa, como si fluyese café con leche.
   Admiramos las monumentales caídas de los murallones, de lisuras verticales o con trazado oblicuo, salpicados de escarpaduras, detenidos ocasionalmente en su desplome por remedos de graderías. Las cimas se desplegaban como una sucesión de altiplanicies que se extendían hasta donde los ojos ya no alcanzaban. Hercúleos monolitos cuyas cumbres todavía no había allanado el tiempo salían a veces al paso del río, que para salvarlos los bordeaba. Aquí y allá, grandes lajas de piedra quebraban la continuidad de los suelos.
   El sol arrancaba todo su cromatismo de ocres y amarillos a este paisaje hecho a la medida de titanes. Jugaba con las sombras y alteraba los colores, como un foco que resaltara un relieve y a otro lo oscureciera.
    Verdeaba la vegetación este colosal decorado, con toda una gama de matices. Faltaba la hierba en el impresionante muestrario de matorrales y de arbustos, que, sin arracimarse en apreturas, crecía por doquier. De cuando en cuando, sobresalían entre esas plantas menores figuras que se dirían de humanos clamando al cielo, y que no eran sino esbeltos cactus de varios brazos extendidos.
   Entre tanto donde mirar, no distinguimos gentes que habiten estas soledades. Pero la memoria recrea la vida y andanzas de los indios hualapai. Aún no hace una hora que recorrimos una senda, en una especie de museo al aire libre. Fuimos de tiendas cónicas, levantadas con palos y recubiertas de ramas secas, a edificaciones de planta rectangular, donde el barro se hacía pared, o a tipis de cuero pintado. También nos habíamos topado con algún horno, no sé si de piedra, como sí lo eran, en el centro de los habitáculos, los círculos que acotaban e espacios para el fuego.
   Esos recuerdos pondrán fin a nuestra mañana en el entorno del Gran Cañón del Colorado. Nos aguardan los 40 minutos del vuelo de retorno a Las Vegas. Ya en el aire, abro los ojos al encuentro de un imposible: a trechos, la tierra se oscurece, como si por arte de magia hubieran germinado bosques. La avioneta traquetea a causa  de unas turbulencias y me devuelve a la realidad. Nubes aisladas nos acompañan en los cielos y sus sombras son lo que veo en estas sierras, que siguen desnudas. El efecto estético no es, sin embargo, un espejismo.  

3 comentarios:

  1. Los malentendidos con la gente pueden ser terribles. Algún día igual me animo a contar uno que tuvimos nosotros del que, aún cuando lo recordamos, nos sentimos sumamente avergonzados.
    Un abrazo.

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    1. No, si en mi caso no hubo ningún malentendido. Aquella empleada sabía español, cosa que yo ignoraba, e interpretó correctamente lo que yo había dicho. Y, sinceramente, no me importó haber hecho ese comentario, que evidenciaba que sus modales no me habían pasado desapercibidos. Por lo demás, me has dejado con la curiosidad de saber qué os ocurrió a vosotros...

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    2. Pues verás. Estamos en Sedona, un precioso lugar del que debíamos partir hacia el Cañón al día siguiente. Teníamos un largo viaje por delante y queríamos llegar pronto para aprovechar la tarde y ver la puesta de Sol. Vimos que el desayuno empezaba a las siete y, como agujas de reloj allí estábamos a la puerta del comedor a las siete en punto. Y pasa el tiempo, y pasan los minutos... y por fin, con tres cuartos de hora de retraso, llega la chica que prepara y sirve. El cabreo que habíamos acumulado era notable, por tener que esperar, porque se nos hacía tarde y porque habíamos madrugado para nada. Fuimos muy secos y bordes con ella. Le enseñamos el reloj con malos modos como diciéndole que qué horas eran esas de llegar. De rabia, nos hicimos bocadillos y cosas para llevar y almorzar a medio día... y ya por la tarde, en un autobús del Gran Cañón, descubrimos que teníamos el reloj una hora adelantado. Son sitios de esos en que no todo el Estado tiene el mismo huso horario y no nos habíamos percatado de que tendríamos que haber cambiado la hora.
      Aún nos ruborizamos cada vez que pensamos en aquella chica que de pronto se encontró con media docena de energúmenos malhumorados y maleducados en su comedor.
      Un beso.

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