lunes, 19 de septiembre de 2016

POR EE UU (8): COTIDIANIDADES

Nos habíamos detenido en un cruce de Las Vegas, ante un semáforo que estaba en rojo. El icono que permite el paso o da el alto al peatón según sea el caso no es una figurita humana, como en Europa. Es la palma abierta de una mano la que te invita a atravesar la calle o a esperar  turno.
   Nos asfixiábamos. El sol de primeras horas de la tarde caía a plomo. Soplaba una brisa suave que, lejos de constituir un alivio, nos abrasaba la piel. Debíamos parecer, allí plantados, tres pobres pájaros a punto de perecer achicharrados. Nos alineábamos tras el pivote del semáforo por aprovechar su delgada sombra, pero igualmente sentíamos que nos sofocaba el aire.
   No se divisaba coche alguno, miráramos para donde miráramos, ni cerca ni lejos. Podíamos haber atravesado la calzada sin peligro para nuestra integridad o la de los inexistentes automovilistas, y sin embargo no lo hacíamos, y no porque nos intimidara la poca gente que, enfrente, esperaba la autorización para el cambio de acera, o porque nos avergonzara infringir en público las normas de tráfico. Nos habían advertido de que las multas por tales infracciones alcanzaban en Estados Unidos cifras de cientos de dólares.
   Había olvidado las gafas de sol en España. Mis ojos no podían asumir la claridad que los cegaba y, además, me dolían de calor. Sin esa circunstancia, no nos habríamos fijado en una farmacia  con la que nos topamos al otro lado de la calle, cuando finalmente el disco del semáforo nos concedió derecho de paso, y no habríamos descubierto sus interioridades.
  Era como un gran supermercado, sólo que únicamente ofertaba medicinas y complementos sanitarios. Cogías un carrito o una cesta y recorrías múltiples pasillos, que delimitaban estanterías bien provistas de remedios para cualquier estado de salud demediado. Y en la salida te aguardaban las cajas y las cajeras. Al retornar al exterior, unos protectores recién adquiridos que adosé a las lentes devolvieron a mis pupilas la visión. Entonces hube de llevarme las manos a los oídos: un avión, que volaba muy bajo, atronaba cielo y tierra, antes de perderse en la profundidad del espacio azul.
  Un restaurante italiano nos ofrece la frescura ambiental que precisamos. También pasta, en cantidades asumibles. Y una tregua en cuanto a la desazón que nos supone calcular propinas, pues el servicio viene incluido en la factura. En otros locales, al coste de la comida has de sumar en torno a un veinte por ciento para el camarero, que, pese a ello, no se hará rico, pues seguramente su salario será muy exiguo. De lo que no nos libramos es de pagar el vino a precio de oro: una copa del penúltimo más barato (¡la honrilla española!) no sale en ningún sitio por menos de 11 ó 12 dólares… Y no vayáis a pensar que la llenan hasta arriba…

2 comentarios:

  1. Una de las cosas que más me gustan de Estados Unidos son sus farmacias, pero en las que yo he estado, hay de todo, como en un supermercado, efectivamente, y además medicinas. En estantes al acceso del público las que se venden sin recta y, al fondo, está el farmaceútico para las que requieren receta. Me encanta pasear por ellas y ver cosas para dormir, para el estres, para el dolor de cabeza... CVS, Wallgreens son sitios a los que nunca dejo de ir.
    Un beso.

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  2. Veo que compartimos la idea de que también en las pequeñas cosas cotidianas, que no entran en los circuitos turísticos, se conoce a un país...

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