POR
EE UU (4): AMANECE EN LAS VEGAS
Tiene
su aquél. De primeras, todo el mundo se
dirige a mí como si por fuerza hubiera de ser el portavoz de la familia. ¿Por
mi edad o por mi condición masculina? No lo sé (aunque lo intuyo), pero siempre
soy yo a quien inquieren los camareros (da igual que sean camareras) de ojos
expresivos, sonrientes, casi diría que afectivos. Me hablan con la mejor de las
intenciones, como si los fuera a entender. Y, quizás guiados por prejuicios
ancestrales de género, meten la pata: yo a lo más que llego es a capiscar
alguna palabra de su inglés, pero fracaso en el intento de reconstruir todo un
discurso a partir de un vocablo pillado al vuelo. Así que, después de poner
cara de interés (del máximo interés), me quedo como estaba, y trato de orientar
su atención hacia mi mujer o nuestra hija, que sí comprenden perfectamente lo
que dicen.
Una
vez más, experimentamos lo difícil que es comer lo justo en Las Vegas. En una
cafetería enorme, que está en el hotel pero no es del hotel, nos apabulla el
desayuno. Busco el jamón que debe acompañar a los huevos fritos y no lo
encuentro. Por ninguna parte del platazo comparecen ante mis ojos las lonchas
que esperaba. ¿Lonchas, digo? Tardo poco en darme cuenta de que la culpa es mía,
por no considerar dónde estamos. El lugar de las finas láminas de jamón que imaginaba
cuando lo pedí, lo ocupa una especie de bisté de buen tamaño y grosor, del que
no daría yo cuenta aunque fuese la hora del almuerzo y no las cinco de la
mañana, y faltara la ración de patatas que lo acompaña. Mi mujer me mira con
impotencia. Previsoramente quiso únicamente fruta, y se ha topado un frutero entero en su plato.
¡Qué apetito, el de esta gente, que parece
zamparse el mundo a bocados, y de una sola sentada! ¿O es la ansiedad que
provoca el juego lo que los lleva a ser tan extremadamente voraces? Sería, en
este supuesto, una cuestión de índole menor, pasajera en la vida de algunos
estadounidenses, y circunscrita a Las
Vegas y sus casinos. Sorprendería, sin embargo, si tal fuera el caso, ver a
tantos individuos con sobrepeso y, más allá de su número, lo desmedido de unas
gorduras imposibles. Esa obesidad no habla de unos días de atracones sin
medida, sino de unos hábitos alimentarios cotidianos y nada saludables.
Con la comida en la boca o en un táper, y,
ay, parte todavía en la mesa, salimos a escape. Un minibús nos recogerá a las
5.40 para conducirnos al aeródromo donde una avioneta nos llevará al Gran Cañón
del Colorado. Viene de hotel en hotel, recopilando viajeros madrugadores. De
camino a la entrada, atravesamos una zona del casino. Nos cruzamos con caras
que no han cerrado los ojos a la noche,
y no nos miran. En mi retina permanecen dos parejas que juraría que de
ordinario no lo son. Van, entre risas, en dirección a los ascensores.
Afuera, en Las Vegas ya se apunta el
amanecer.
Lo bueno que tiene su alimentación por encima de la nuestra es que hacen un desayuno copioso. Pero ahí se acaban todas las ventajas. El sobrepeso es de llorar y, como me hizo notar una alumna cuando lo comentamos, solo vemos los que pueden salir a la calle porque muchos ya no pueden.
ResponderEliminar¿El Cañón en avioneta? Qué lujo!! y qué miedo!!
Un beso.
¿Miedo? Sí, tal vez, algo de prevención. Pero la recompensa está en vencerlo (vencerse). Y en lo que uno ve y se perdería si no lo hiciese, claro.
EliminarUn abrazo fuerte.